lunes, 12 de febrero de 2024

Mi partido despedida - Cuento de Nicolás Horbulewicz


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

—Pelado, ¿vos de qué jugás?—me preguntó Messi, al borde del círculo central, mientras se acomodaba la camiseta adentro del pantalón. 

¿Messi preguntándome de qué juego? Aquello era un sueño, claramente, pero no por eso dejaba de ser algo increíble. No sabía bien qué responderle así que fui a lo seguro, al sector del campo que naturalmente ocupé desde pequeño en el fútbol once. 

—Por la derecha, de cuatro—contesté, tímido. 

Leo me respondió levantando el pulgar derecho, como aquella vez en el aeropuerto de Rosario que le pedí una foto y él, con ese gesto, autorizó a los policías que lo rodeaban para que me pudiera acercar. Luego, con la mirada, me ordenó que fuera a ocupar mi posición dentro de la cancha y yo, por supuesto, obedecí.

Mientras me acercaba a la raya derecha examiné a quienes eran mis compañeros de equipo. La dupla central estaba formada por el Ratón Ayala y por mi amigo de toda la vida, el Flaco Pereyra. Al arco estaba el Dibu y por el otro lado, de tres, lo pude ver a Silvio Marzolini. ¿Qué carajo hacíamos el Flaco Pereyra y yo ahí? Al parecer el partido era una especie de amistoso de históricos de la selección argentina contra la de Brasil, y a mí me tocaba intentar limitar la subida de un tal Roberto Carlos. ¡Sí, yo marcando a uno de los mejores laterales izquierdos de la historia! Aquello era como que viniera Borges y me dijera: “Tomá nene, echale un vistazo a esto que escribí y decime si te gusta”. ¡Estaba más en bolas que un centennial sin wifi!

El partido empezó y las jugadas se desarrollaban todas por el otro lado. En los primeros minutos no toqué la pelota. Me proyectaba, la pedía a gritos, levantaba las manos desesperado, pero cuando me veían, libre y con mucho espacio a mi lado, preferían dársela a otro, incluso a alguno con marca. Prácticamente era un espectador en la cancha. Cerca de los 15’ tuve la primera intervención: alcancé el borde del área y quise tirarle un centro al Bati, que me salió de arrastrón, y Cafú no tuvo problemas en despejarla. A la jugada siguiente, Messi me dio un pase pero la pelota se me escabulló por abajo y se fue al lateral. Escuché el “ahhhh” de la tribuna lamentándose y volví para atrás.

En el banco Bilardo estaba loco. Hacía señas para todos lados y hasta me pareció escuchar que le decía a Messi que no se la diera más al cuatro. Ahí fue cuando los brasileros se dieron cuenta de que por mi sector podían entrar a mansalva y empezaron a venirse en masa. “¡Paralo por favor!”, me imploraba Carlos Salvador, pero yo no le podía hacer falta ni aunque quisiera. Roberto Carlos desbordaba y tiraba centros hermosos, que el Flaco Pereyra despejaba uno por uno como si supiera. Cuando jugábamos con nuestros amigos era más peligroso que cirujano con hipo y ahora parecía Franco Baresi el hijo de puta. Cada vez que mandaba una pelota al córner, el Ratón Ayala le chocaba la mano para felicitarlo. Todos parecían estar jugando un buen partido menos yo. 

Durante un ataque—del que por supuesto no participé—, miré al banco de reojo y el Pupi Zanetti estaba precalentando. Era el único de todos los suplentes que lo hacía, por ende, el cambio era cantado y mi suerte en la cancha estaba echada. Justo en ese momento, al Bati lo derribaron dentro del área y se generó un penal. Bilardo quería meter el cambio lo antes posible. Vi el número cuatro en el cartel y sin más empecé a caminar hacia la salida, triste y cabizbajo por mi pobre labor dentro del campo. Sin embargo, cuando pasé por al lado de Messi, como queriendo darme una especie de premio que no merecía, me agarró de la mano y me dijo: 

—Esperá, antes de irte, patéalo.

—¿Patear qué? 

—El penal, boludo—señaló Lionel. 

Yo no quería saber nada, ya suficiente vergüenza había pasado. El Bati, que estaba cerca, se sumó al pedido del rosarino y de repente toda la cancha pareció también solicitarlo. El único disconforme era Bilardo que, ante la decisión del capitán, realizó un gesto de disgusto del tipo “está bien, hagan lo que quieran” y, enojado, se sentó en el banco con los demás suplentes. 

Con muchas dudas y casi ninguna certeza, tomé la pelota y caminé hasta el punto del penal. Acomodé el balón varias veces, como hacen los que saben hasta que quedan conformes con la posición final. Aquello era todo para la tribuna, no tenía la más mínima idea de cómo ejecutar ese disparo y, mientras retrocedía hasta el borde del área, seguía preguntándome qué carajo hacía ahí. Todo pasaba demasiado rápido. El árbitro dio la orden y yo fui corriendo hasta la pelota sin tener una decisión tomada. Le pegué suave, mansita, un disparo a media altura que resultó muy fácil para Taffarel. Me tomé la cara con ambas manos y cuando me incorporé, el Bati estaba al lado mío moviendo la cabeza de lado a lado expresando negación. 

—Siempre que tengas duda pegale fuerte al medio, papá—me aconsejó, apoyándome su mano en el hombro a modo de consuelo. 

—¿Como vos contra Grecia en el mundial ’94?—pregunté.

—Exacto—apuntó—. Así.

Y me desperté recordando ese cuarto gol de Argentina en aquel partido, el tercero en la cuenta personal de Gabriel Omar aquel día.

Esa misma tarde, con mis amigos en la vida real, el equipo para el que jugaba dispuso de un penal a favor y quise aprovechar el consejo. Pedí la pelota y me convertí en dueño del disparo desde el primer momento. Otra vez la acomodé como si supiera y retrocedí. Esta vez sí tenía tomada una decisión respecto de qué hacer. Miré al arquero confiado y comencé a imaginar cómo festejaría el gol. Corrí recto hacia el balón y le pegué fuerte al medio, con todo mi ser, tal como me había recomendado el Bati, sin dejar de mirar el esférico ni por un segundo. Cuando levanté la vista para gritar la conquista, pude comprobar con dolor que la pelota se había ido un par de metros por arriba del travesaño. Una vez más, me lamenté tapándome la cara con ambas manos. El Flaco Pereyra, que estaba a dos metros, se acercó y, como el Bati en el sueño, me apoyó la mano en el hombro y me dijo una frase que, últimamente, he escuchado muchas veces cada vez que entro a una cancha:

—Pelado, haceme caso, dejá el fútbol de una buena vez y dedicate a la literatura, que seguro para eso sos bastante mejor.

Libro: No tenía que ser (2023).

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