Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
I
Cuando la discusión empezó a acalorarse, y algunos gritos destemplados rompieron como un ladrillazo los cristales blancos de la siesta, dejé de escribir y levanté la vista. A esa hora, y con ese calor, en el bar no había más de una decena de parroquianos. En torno al billar, cuatro muchachos vociferaban en medio de grandes ademanes y de gestos teatrales. Me tranquilicé al reconocerlos: eran buena gente, que vivían con sus padres a pocas calles de mi casa.
–Deja de decir estupideces, Miguel, te lo pido por lo que más quieras. –El que hablaba tenía los brazos levantados al cielo, como pidiendo a Dios que se apiadara de ese tonto que tenía frente a sí.
–¡Que no es ninguna estupidez, te digo! –El otro hablaba adelantando las manos sobre el billar, como si de ellas se derramara la verdad a chorros.
–Ves cualquier imbecilidad en la tele y la crees a pies juntillas, Miguel. No seas inocente, ¿quieres?
–¡Qué la tele ni qué ocho cuartos, Antonio! Que lo que digo no tiene nada que ver. ¿Acaso no tengo toda una caja llena de cosas y cosas sobre Baltasar Quiñones?
¿Acaso no me has visto desde niño rastrear cada recorte, cada retrato, cada rastro por insignificante que fuera?
–Y por eso te digo lo que te digo, hombre. Estás tan embotado con esas teorías sobre Baltasar que apenas cualquier idiota aparece diciendo porquerías en la tele tú sientes que por fin alguien te entiende, muchacho.
Yo había amagado con retomar la escritura. Cuando salgo de mi trabajo en el Registro paso por allí y escribo los que llamo mis "apuntes inútiles", hasta que el plomo del sol se apacigua y me permite volver a casa y sentarme en la galería fresca a tomar café y platicar con Magdalena. Pero cuando escuché el nombre de Baltasar Quiñones comencé a prestar atención.
Aquel al que habían llamado Miguel resoplaba con los brazos apoyados en el borde del tapete, buscando aliento para serenarse. Era un muchacho joven, de no más de veinte años, moreno y pequeño. El otro, el tal Antonio, era algo más alto, de cabello castaño claro y nariz ganchuda. Era una nariz inusual para nuestros pagos serranos, en los que casi todos tenemos narices chatas y anchas que nos vienen de nuestros antepasados indios. Enseguida Miguel retomó la discusión.
–Aquí mismo tengo mis recortes, y voy a demostrarte lo que te digo, para que de una vez por todas veas que tengo razón y dejes de hacerte el sabelotodo.
–¡No, por favor, los recortes no! ¡Piedad! –protestaron Antonio y los otros dos a coro. Se burlaban poniéndose de rodillas alrededor de su amigo y levantando sus manos hacia él, como si el otro fuese a torturarlos o algo por el estilo.
–¡Cualquier cosa menos los recortes, Miguel, te lo suplicamos! –Era evidente que en discusiones como ésa el muchacho solía echar mano a su archivo.
–Son una manada de idiotas, ¿lo saben? –Miguel carraspeó algunas veces para aclararse la garganta y dar cierta solemnidad a su tono de voz.– Voy a demostrarles cabalmente que lo que digo es cierto: Baltasar Quiñones está vivo, goza de buena salud, y desde algún punto de la patria se ríe a carcajadas de todos los imbéciles (como los aquí presentes) que se empeñan en creer que murió hace veinte años.
Si necesitaba algo para abandonar definitivamente mi cuaderno de notas eran esas palabras. Pedí otro café y me dispuse a escuchar al muchacho con vivísima curiosidad. Varias veces en esos años había escuchado en la radio o en la televisión a ciertos charlatanes desconocidos repitiendo la misma cantilena. Y me había hecho siempre el propósito de oír con atención aun a los más ineptos. Pero siempre recurrían a los mismos argumentos gastados y endebles, de modo que escucharlos me conducía antes al aburrimiento que al desasosiego. Pero nunca me había
sucedido presenciar una exposición como la que se avecinaba. Y el jovencito parecía serio. Se había tomado el trabajo de recopilar un buen número de datos y registros de todo tipo sobre Baltasar Quiñones. De modo que valía la pena.
II
El nuestro es un país muy pequeño, y aún más pobre. Amamos el fútbol hasta la adicción, hasta la enfermedad, hasta la saturación. Un país pequeño, pobre y casi desconocido, si no fuese precisamente por Baltasar Quiñones, el mejor jugador de fútbol de todos los tiempos. Por lo menos así se piensa aquí. Baltasar nació en una aldea rural en 1950. Debutó en Primera División a los quince años. Su equipo, gracias a sus goles, se coronó campeón durante cinco temporadas consecutivas. En 1970 fue vendido a Europa en una cifra similar a la mitad del producto bruto interno de mi patria para el mismo año. Jugó allí diez temporadas en medio de un éxito resonante. Hasta consiguió que mi país clasificara para un campeonato del mundo. Un milagro, si se consideran lo exiguo de nuestros recursos y las limitaciones de nuestras habilidades. Sin embargo, no pudo jugarlo a raíz de una fractura que lo tuvo seis meses en cama. En sus años europeos Baltasar no perdió el tiempo. Entendiendo que la vida le había brindado una oportunidad única, se dedicó a educarse con el mismo tesón que ponía en los entrenamientos.
Eligió un tutor francés que, si dejó de lado para economizar tiempo las ciencias matemáticas y naturales, lo educó pacientemente en las humanidades y las ciencias del espíritu. Y no fue un esfuerzo inútil. Antes de cumplir los veinticinco Baltasar había sido capaz de rendir libre sus estudios secundarios, y por su porte y su léxico bien podía pasar por un joven de clase media acomodada, educado en alguno de los buenos colegios confesionales que tenemos en la Capital.
Se casó sin estridencias con una jovencita de su pueblo de la sierra. Tuvo tres hijos, una niña y dos varones, y volvió de Europa cuando cumplió los treinta y un años, advirtiendo tal vez antes que el resto la fatiga incipiente de sus músculos y sus huesos. Durante esa década pasada en tierras lejanas, la adoración del pueblo para con él había desbordado ya cualquier límite. El día de su regreso se decretó feriado nacional y se tapizó de flores la Plaza de la República, se sucedieron los discursos y las manifestaciones callejeras y el presidente de la Nación lo saludó con los honores que sólo se habían visto en la histórica visita de Su Santidad el Papa.
Cuando lo del secuestro de su familia, el país entero estuvo durante nueve días con el alma pendiente de un hilo. La televisión transmitía comunicados gubernamentales en los cuales se daba cuenta de los avances del caso. Los diarios publicaban enormes fotografías de su mujer y sus hijos, y ofrecían fantásticas recompensas a quienes suministraran datos fehacientes para hallarlos sanos y salvos. El presidente de la Nación convocó para el rescate a una fuerza norteamericana especializada que llegó montada en seis helicópteros monumentales.
Sé que Quiñones pasó los nueve días sentado en una silla mirando una pared blanca y rezando rosarios. La culpa le comía las entrañas. No sólo era el hombre más célebre de mi patria. También era el más acaudalado. ¿Cómo había sido tan cándido de ignorar el peligro? ¿Cómo había sido tan estúpido como para volver al país, a nuestro pobre, a nuestro miserable país, sin tomar en cuenta el tamaño fabuloso de su riqueza? En nueve días no probó bocado. Apenas aceptó agua de vez en cuando y dormitó algún que otro rato sentado en esa silla frente a esa pared blanca.
La noticia de la liberación le llegó a las diez de la mañana del día noveno, y el alivio fue tal que se consideró nacido de nuevo.
La historia pública de Quiñones no culminó entonces. Como se avecinaban las eliminatorias para el mundial de 1982, se organizó un plebiscito para solicitarle, fervor popular mediante, que retornara al fútbol. Los opositores al proyecto no sumaron siquiera el uno por ciento. Baltasar había asegurado que no volvería a jugar en ningún club de la patria, pues temía ofender a los simpatizantes de los restantes. Pero siendo la selección y luego del plebiscito, se sintió en la obligación de aceptar. Su rol en esos partidos de eliminatorias fue decisivo. Nuestra selección ganó dos por penales cometidos contra él. Y otros dos con goles anotados por él mismo.
Y luego la catástrofe. La que el gobierno definió como "la peor desgracia jamás sufrida por la patria desde su independencia". El accidente aéreo sobre la Cordillera, al retornar del partido contra Costa Rica. Toda la selección y el cuerpo técnico. El duelo nacional por todos los muchachos, es cierto. Pero el dolor inocultable, el desgarramiento, el vacío imperecedero por Quiñones. A los treinta y dos años, un mes y doce días de vida. Capricho inconsolable del destino. Después, la semana de duelo, el mausoleo, el entierro con pompas idénticas a las de nuestro último dictador vitalicio. El feriado nuevo el 10 de mayo, por el aniversario de su nacimiento. Las calles y los hospitales con su nombre. La condecoración póstuma a sus deudos. Su joven viuda y sus tres niños ocupando páginas y páginas de nuestros semanarios, desgarrando el alma del país entero con sus rostros de huérfanos célebres.
El nuestro es un pueblo emotivo y creyente. Estaba todo dado: el héroe plagado de virtudes; su papel estelar en las batallas futbolísticas nacionales; su muerte trágica en la flor de la juventud y en el cumplimiento del deber. Bastó que un par de ancianas declararan haber sido sanadas de males incurables a partir de la mediación celestial de Baltasar para que el lugar del accidente aéreo se convirtiera en un altar de peregrinación, para que proliferasen las estampas, para que brotaran de la nada las velas con su nombre grabado en doradas letras góticas, para que los retratos ganaran las paredes de las casas y los cristales de los buses, de los camiones y de los automóviles. Varios escritores mediocres se llenaron los bolsillos publicando biografías suyas; y el gobierno emprendió la filmación de un largometraje épico sobre la vida y tragedia del prócer, que se estrenó con toda pompa en el aniversario de nuestra Independencia.
Nuestra gente se resigna mal a la chatura de lo cotidiano. De modo que brotaron por doquier teorías varias que fuesen capaces, si no de eliminar la realidad, al menos de embellecerla. Se dijo entonces que el avión había sido víctima de un atentado dinamitero encargado por el gobierno, ya que nuestro actual presidente vitalicio temía que Baltasar fuese elevado a la presidencia perpetua por aclamación popular. Una variante de esa teoría aducía que los responsables del atentado eran, en realidad, miembros de la CIA, porque nuestros rivales en las eliminatorias habían conseguido el apoyo norteamericano para clasificar para el campeonato mundial, y Baltasar era un obstáculo insalvable. Cuando llegó el informe oficial que declaraba que el accidente se había debido a un desperfecto técnico (cosa bastante creíble con nuestras aeronaves obsoletas), hubo quienes siguieron insistiendo con las teorías conspirativas, pero en general los ánimos se calmaron.
No faltaron tampoco quienes aventuraron la hipótesis que negaba la muerte del legendario Baltasar Quiñones. Se basaban en la circunstancia de que, a raíz de la magnitud del accidente, sólo unos pocos cuerpos pudieron ser reconocidos, y entre ellos no estuvo el de nuestro astro. En esa fuente abrevaron aquellos charlatanes de los cuales hablé más arriba. Salvo detalles superfluos, todas coincidían en que Baltasar había sobrevivido al accidente de algún extraño modo milagroso, ajeno a todas las leyes de la naturaleza. La animada charla de los muchachos tenía que ver, evidentemente, con la última aparición pública de uno de estos charlatanes de feria, que aseguraba haber encontrado a Baltasar Quiñones predicando el Evangelio en los arenales de la Ensenada. Había sido el miércoles por la noche. Era natural que un viernes a la hora de la siesta la cuestión siguiese generando ciertos ecos tardíos. Como siempre, el asunto acabaría por silenciarse con las noticias frescas del lunes.
III
El muchacho pequeño, Miguel, puso la caja sobre el tapete del billar, pese a las protestas que desde barra y sin mayor convicción ensayó el encargado del local. Sacó de ella dos grandes biblioratos que a duras penas lograban contener un fárrago descomunal de recortes de periódicos y revistas. Con movimientos cuidadosos, casi tiernos, los depositó sobre la pana verde. Era emocionante ver una devoción como aquella. Porque si bien, como ya he dicho, todos en mi patria comparten ese fanatismo por Baltasar Quiñones, ese chico no tenía más de veinte años, con lo que para la época del accidente apenas acababa de nacer. Toda su admiración la había construido de mentas, con los cuentos de sus mayores, con los pocos documentales disponibles con los goles del astro, con esos papeles amarillos que había recolectado y ordenado con obsesiva dedicación. Tal vez parezca imposible que un solo hombre, y para colmo un sencillo futbolista, sea capaz de suscitar sentimientos de semejante hondura. Pero así es mi pueblo.
–Primero, estimados ignorantes, voy a explicarles por qué Baltasar Quiñones pese a estar tal vez con vida no ha aparecido a la luz pública en los últimos veinte años.
Hizo una pausa y miró a sus interlocutores uno por uno. Los otros habían dejado momentáneamente de burlarse y lo escuchaban atentos. Me sorprendió gratamente su elocuencia, la riqueza de los matices de su voz, su amplio vocabulario. Tal vez si a alguien le fuere dado alguna vez leer estas páginas, su forma de hablar no le parecerá gran cosa. Pero yo, que debí emplear inconmensurables esfuerzos para dotarme de una educación más o menos aceptable, valoro mucho la cualidad de un vocabulario florido, sobre todo en regiones tan pobres como en la que vivimos.
–Digo "tal vez", porque no tengo certeza alguna de que hoy por hoy Quiñones siga con vida. Sólo sé de seguro que Quiñones no murió en ese accidente. –Alzó los brazos para contener los primeros gestos de fastidio de su escaso auditorio. –Atiendan, por favor: no sólo no murió allí, sino que ese accidente le dio la oportunidad de iniciar la vida con la cual hacía años venía soñando.
De nuevo se detuvo para dejar que sus palabras calaran en las tres cabezas que seguían sus pasos de ida y vuelta por el costado de la mesa de billar. Yo, por mi parte, debí admitir que sus ideas no tenían nada que ver con las especulaciones que había escuchado hasta entonces.
–Tengan en mente esta noción esencial: Baltasar encontraba difícil vivir en nuestra patria. Nosotros éramos unos críos entonces, pero imagínate Antonio: ¿cómo salir con amigos?, ¿cómo asistir a conciertos, a restaurantes?, ¿cómo llevar a los niños al parque?, ¿cómo evitar un enjambre permanente de fanáticos a su alrededor?
–Supongo que viviendo retirado en una mansión grande como un estadio, Miguelito –contestó Antonio.
–Error, amiguito, error. Baltasar… –aquí Miguel abrió uno de los biblioratos en una página ya señalada y levantó un recorte con la diestra– no se sentía a gusto en lugares exclusivos, ni le agradaba codearse con personas ricas y elegantes.
–Eso lo dices tú, para que tu héroe parezca un Robín Hood, niño inocente.
–De nuevo te equivocas, Antonio. ¿Recuerdas que mi primo mayor, Roberto, viajó a Europa el pasado enero? Pues le encargué que se diera una vuelta por la casa que ocupó Baltasar mientras estuvo en Milán. ¿Y adivina qué encontró? Un departamento sencillo, en un barrio sencillo. Y para entonces no me negarás que ya era el hombre más rico del país, ¿no es cierto?
–Pues lo haría de tacaño, Miguelillo. –Los otros tres rieron.
–Muérete. –Miguel decidió ignorarlo.–. El hombre vuelve a su tierra, pero la gloria se interpone entre él y el mundo que quiere para sí. Lo había dicho una y mil veces, "el fútbol no es mi vida, es sólo un hermoso trabajo que me ha permitido mejorarla". ¿Te das cuenta, niño, te das cuenta? Baltasar quiere vivir tranquilo. Y quiere hacerlo en su país. No quiere ser un exiliado de lujo en los barrios altos o en un país europeo, o en la misma Norteamérica.
Los otros habían vuelto a callar.
–¿Comprenden? El hombre vuelve rodeado de gloria. Pero no tiene un solo árbol donde guarecerse del sol del amor público. ¿Cuáles son sus ambiciones? Tomemos un recorte al azar. Aquí está: semanario La Hora, publicado en Santa Catalina, febrero de 1981, cuatro meses antes de su desaparición. Tú me dirás que soy fanático, José, pero una vez tuve oportunidad de hablar con el periodista que hizo esta nota. Ahora es un cincuentón con cara de murciélago triste. Pero cuando le pregunté por esta nota se le iluminaron los ojos. Me dijo que Quiñones era un señor como no quedan. Que el semanario para el cual escribía era una publicación de mala muerte de aquella región perdida, pero que Baltasar jamás despreciaba a quien lo convocaba para un reportaje. Agregó que lo invitó a su casa a la hora en que su mujer y sus hijos hacían la siesta: "No lo tome a mal, pero no quiero robarles a los niños y a María más horas que las que les arrebaté todos estos años". El periodista le había contestado que claro, que faltaba más. Y en las dos horas siguientes Quiñones lo atendió como si el mundo se hubiese acabado y fueran los últimos dos sobrevivientes sobre la Tierra. Evitó los lugares comunes, pensó cada una de sus respuestas, convidó al periodista con refrescos y galletas, y antes de despedirlo le presentó a su familia.
Cuando Miguel hizo una nueva pausa, pasé mis ojos por los de sus tres improvisados alumnos. No había burla en sus miradas.
–Atiendan por favor a este recuadro pequeño. –Les marcó un breve apartado al pie de una página, destacado con un grueso marcador anaranjado y titulado "El sueño del héroe". El periodista interrogaba al astro sobre qué deseaba hacer ahora, cuando su retiro era cuestión de un par de años a lo sumo. "Quiero vivir tranquilo", respondía la estrella. "Quiero un pueblo tranquilo donde mis hijos crezcan sanos. Donde yo consiga un trabajo modesto y silencioso. Creo que eso es todo". –¿Me van siguiendo? Un hombre que no soporta la fama, y que sólo desea un futuro pacífico y anónimo. El periodista le pregunta, por supuesto, cómo piensa lograrlo. Y Baltasar, es claro, responde que no tiene la menor idea. No obstante, confía en que la pasión de la gente se calme con los años. "En el país han existido otros jugadores destacados, y con el tiempo la fama los ha dejado un poco de lado, ¿no le parece?" A lo que el periodista se permite replicar que, sin desmerecer a las viejas glorias, ninguna es comparable con Baltasar Quiñones. –"En todo caso", había respondido Baltasar, "el asunto demorará algún año más, eso es todo".
Miguel guardó el recorte en su sitio.
–¿Continúo? –Los otros seguían mirándolo atentos.– Baltasar quiere vivir en el país, y quiere llevar una vida sencilla y silenciosa. Confía en que tarde o temprano la gente lo deje en paz. Sabe que no será fácil. Pero algún día podrá lograrlo. Y ahí surge el problema del dinero. Baltasar Quiñones es el hombre más rico de la patria. No hablo de que tema que sus amistades y sus familiares lo esquilmen, nada de eso. Baltasar es, a su regreso, un hombre educado. No es presa fácil para los embusteros. El problema es otro. Y el secuestro de su mujer y sus hijos se lo demuestra. No importa si pagó o no pagó una fortuna para que se los devolvieran, o si nuestra policía es magnífica y los liberó sin gastar un centavo. Baltasar ha sufrido como un condenado durante esos nueve días de cautiverio. Se culpa por no haberlos protegido. Se culpa por no haber sido él el secuestrado. Se culpa por haber ganado dinero. Se odia como nunca nadie lo ha odiado ni lo odiará en el futuro. Eso es lo que piensa mientras mira esa pared blanca frente a la cual se ha sentado a esperar la liberación o la muerte.
Hizo otra pausa. Por un minuto sólo se escucharon sus pasos sobre el piso de madera. Adiviné que yo no era el único que contemplaba con atención la escena. Los cuatro o cinco parroquianos que se hallaban desperdigados por el local estaban absortos en el discurso del muchacho.
–Cuando su familia aparece, toma a su mujer y a sus tres niños y se manda mudar de la capital. Pero no es una solución. Su pueblito de la sierra siempre será demasiado pequeño para que quepa en él toda su fama. Vuelve a la ciudad sólo cuando la última convocatoria para el seleccionado, pero para el caso da igual. Vean las fotos de esa época. Por primera vez Baltasar Quiñones es un hombre triste. ¿Lo ven aquí, en ésta, bajando del avión que lo trae del partido en Guatemala? ¿O en esta otra, en la entrega de premios a los deportistas de la década del 70? Baltasar Quiñones está preso. Preso de su gloria y de su dinero. Preso de la gratitud de cinco millones de compatriotas que siguen esperándolo todo de él. Preso de su decadencia física. Esa decadencia que los demás no conocen aún porque su genialidad le permite ocultarla y porque su entereza le obliga a exigirle a su cuerpo esfuerzos insoportables.
–Espera un minuto, Miguel. –Ahora la voz de Antonio no era burlona, sino reflexiva y profunda.– ¿Recuerdas esa película que veíamos todos los años en la escuela? Hablo de esa en la que Baltasar aparece entrenando con la Selección, poco antes del accidente. Pues bien, ¿recuerdas que Baltasar Quiñones, shoteando desde la medialuna del área, hace rebotar la pelota diez veces seguidas en los palos? ¿Recuerdas la forma en que la pelota le vuelve más o menos al mismo punto y que él, sin acomodar el balón ni siquiera un poco, vuelve a mandarla a los postes una vez y otra vez como si tal cosa? Entonces, ¿de qué decadencia física me estás hablando, niño? ¡Si Baltasar Quiñones, a los treinta y dos, era más jugador y más hombre que todos los potrillos que le han pegado a una pelota desde entonces hasta esta mañana!
Antonio se había puesto de pie. Mientras hablaba, se veía que no era demasiado distinto de Miguel. Tal vez su carácter no lo inclinaba a la alocada y utópica búsqueda de vestigios emprendida por su amigo, pero en sus ojos se advertía esa misma admiración ciega, absoluta, completa. Yo me los imaginé a ambos, vestidos de colegiales, sentados en el piso del salón de actos, saliéndose de la vaina por que terminara de una vez por todas la propaganda oficial de Hechos nacionales y empezara de una buena vez Baltasar Quiñones, el orgullo de la Patria. Y a juzgar por la cara de los otros dos muchachos, tenían guardadas las mismas imágenes en el mismo rincón de sus almas: Baltasar Quiñones danzando con una pelota, disparando a los arcos como si tuviera un cañón teledirigido en la pierna izquierda, eludiendo rivales como si fueran estatuas de sal.
–Como quieras –siguió Miguel–. Pero tú no estabas dentro de sus rodillas, de sus tobillos, de sus pulmones. Baltasar era un hombre demasiado inteligente como para creerse todo lo bueno que decían de él.
–De acuerdo, Miguel. –El que habló era Damián, uno de los dos que hasta entonces se habían mantenido en silencio.– Tenemos que Baltasar quería una vida distinta a la que tenía. Te lo concedo. Pero… ¿qué tiene que ver eso con el accidente?
–A eso voy, criatura, a eso voy. –Miguel lucía una expresión satisfecha. Los tenía a los otros discutiendo y sopesando sus argumentos. Pero ninguno impugnaba la verosimilitud de lo que había dicho hasta el momento.
–¿Podemos coincidir –prosiguió– en que, de haber tenido una oportunidad, Baltasar hubiese con gusto abandonado su gloria, su trascendencia, su fama, para refugiarse en una vida anónima? No hablo del cómo, ya llegaremos a eso. Digo si–se–hubiese–dado–la–ocasión –dijo remarcando palabra por palabra– … ¿Es posible?
–Está bien, muchacho, está bien. –Antonio se veía ahora ansioso de seguir adelante.
–Pues entonces, ¿parecer muerto no es una excusa inmejorable para lograrlo?
–¿Te olvidas de lo que fue ese accidente? ¿Del modo en que quedaron los cadáveres? ¿De la velocidad del impacto? Ahora sí te pareces al charlatán televisivo del otro día.
–No, criatura, no te precipites. No digo que Baltasar no murió en ese avión. – Miguel extrajo un recorte que tenía guardado en el bolsillo de la camisa, como si fuese demasiado especial para archivarlo en los biblioratos. Levantándolo, agregó: –Digo que Baltasar no subió a ese avión.
IV
El bar quedó envuelto en un silencio catedralicio. Sólo se escuchaba el goteo de una canilla mal cerrada. El muchacho exhibió la fotografía. Baltasar Quiñones, vestido de uniforme deportivo y llevando en su mano derecha un bolso gigantesco, saludaba sonriente a la cámara que lo estaba tomando, mientras caminaba por una umbría galería de árboles frondosos.
–Observen –recomenzó Miguel–: 22 de junio de 1981. Última fotografía de Baltasar mientras camina, al salir del hotel de Costa Rica, rumbo al vuelo que terminará por estrellarse en la Cordillera.
–La conocemos, niño, la conocemos. –Damián adoptaba un tono estudiadamente aburrido para fastidiar al otro. Me sorprendió el modo en que todos la recordaban. Yo no la tenía presente en absoluto.
–Observa bien, Damián, observa lo que tienes ante tus narices. –Miguel marcaba un punto algo borroso, en segundo plano.– ¿Qué es esto, muñequito?
–¡Un campanario, señorita, un campanario! –Los otros ahora jugaban a hacerse los escolares aplicados.
–Muy bien, clase, muy bien, sigan así. Pero en ese campanario, potrillos míos, hay un reloj. Un reloj que marca, si miran con atención y si saben leer la hora, las doce y cuarto. Retengan este dato. –Miguel volvió hacia sí el recorte, para leer el epígrafe.– "Ultima fotografía del astro. Baltasar Quiñones sale apresuradamente del hotel donde se encontraba concentrada la Selección Nacional para alcanzar el vuelo de sus compañeros en el aeroclub de Canigasta." –De inmediato, prosiguió:– ¿Por qué el diario habla de "alcanzar"? Porque Baltasar se había quedado en el hotel grabando una entrevista televisiva para la BBC y debió alquilar un auto para alcanzar al resto. Ese auto que quedó finalmente abandonado en el aeropuerto. ¿Me siguen hasta aquí? Pues bueno: lo cierto es que el aeroclub desde donde despegó el catafalco aquél queda en Canigasta y el hotel en Cerrillo. ¿Saben a qué hora despegó el avión?
–A la fatídica hora de las 13.05 –Los otros tres remedaban los comunicados oficiales que llovieron sobre el país los días siguientes a la catástrofe, y que quedaron luego inmortalizados en los filmes biográficos.
–Muy bien, veo que han estudiado. Pero adivinen: ¿cuánto se tarda desde Cerrillo hasta Canigasta en automóvil? En esa época el único camino que había pasaba bordeando la ladera de los montes, no estaba pavimentado y era de una sola mano. Si no saben la respuesta, no se preocupen. Cuando viajé a Costa Rica el mes pasado, hice el viaje de ida y de vuelta para tomar el tiempo. Si corres como un loco y te arriesgas a matarte en cada curva, puedes hacerlo en una hora y veinte, una hora y quince como mínimo.
Los otros habían callado y se habían puesto serios.
–Eso nos da las 13.30, o las 13.35 cuanto menos.
Miguel los miró uno por uno. Los otros estaban pasmados. Los dejó rumiar esos datos unos minutos, mientras guardaba todos sus papeles en los carpetones y a éstos en la caja.
–¿Cómo nunca nos dijiste nada, hombre? –lo interrogó el cuarto de los muchachos (creo que los otros lo habían llamado Mario).
–Porque sólo lo confirmé en el viaje que te he dicho. Y como soy un buen amigo –se ufanó– vine a contárselo a ustedes antes de que me vean en la tele y me escuchen por la radio explicando cómo fueron las cosas. ¿Se dan cuenta? Imaginen los hechos. Baltasar se apresura por la ruta de montaña. No le gustan los privilegios. Está autorizado, si quiere, a tomar un avión particular por cuenta y orden del gobierno. Pero quiere viajar con el resto. Vuela por el camino de tierra y piedras. Al volver el último recodo del camino donde la ruta se abre al valle de Canigasta, el avión con sus compañeros le pasa por encima de la cabeza. Contrariado, malhumorado, vuelve sobre sus pasos y emprende el retorno a Cerrillo. Por la radio, antes de llegar, escucha las primeras noticias de la tragedia. Horrorizado, detiene el auto y baja para tomar aire y ordenar sus emociones. Llora, eso es seguro, por todos sus amigos que iban a bordo. Llora por todos, pero ¿imaginan ustedes sus lágrimas por Benito Paredes, por Juan Losada, por el Balín Zambrano? Un pensamiento lo asalta: su familia. Su mujer debe estar desolada, mientras el teléfono suena sin cesar. Los niños, pobrecitos, deben estar aún durmiendo la siesta. Debe llamar de inmediato y avisar que está con vida.
Es en ese instante cuando la idea lo atraviesa como un relámpago. En medio del dolor por sus amigos muertos, una luz de milagro se abre en su horizonte. No sólo ha sobrevivido. Dios le ha dado las herramientas que necesita para construir la vida que ha soñado. Desesperado, sigue manejando hasta poder dar con un teléfono. Recuerden que es un hombre inteligente, que por añadidura ha utilizado sus años de gloria para cultivarse con maestros adecuados. Mientras conduce ultima los detalles de su partida. Cuando por fin logra dar con un teléfono en una estación de gasolina semidesmantelada, llama a su mujer rogando que conteste. Le toma varios minutos convencerla de la verdad, tal es el estado de histeria en que se encuentra. Finalmente, cuando está seguro de que ella se ha serenado lo suficiente, le explica los rudimentos de lo que tiene en mente. Ella lo escucha primero extrañada, luego confundida, al cabo entusiasmada. Ella ha compartido con él ese sueño inasible. Entre las brumas no disipadas de sus lágrimas recientes y para no arruinarlo todo con equivocaciones estúpidas, anota en un papel las cuatro o cinco instrucciones fundamentales que Baltasar le dicta desde el país lejano. Sólo los más íntimos deben saberlo. Los padres de ella, la madre de él, sus dos hermanos. Los niños son suficientemente pequeños para poder esperar a verlo en persona.
Cuando cuelga Baltasar no tiene tiempo que perder. El encargado del sitio lo mira con cierta atención. Pero el crack no se preocupa: el tipo está borracho y como mucho recordará con vaguedad a un hombre vestido de deportista asombrosamente parecido a ese futbolista extranjero tan conocido, Quiñones, que acaba de matarse en un accidente aéreo. Vuelve a dejar el auto en el aeródromo desierto. Llega apenas a tiempo para evitar el enjambre de reporteros gráficos que en los días siguientes fotografiarán hasta el cansancio ese carro abandonado. Consigue otro y conduce sin tregua todo el día y toda la noche. Cruza la frontera con Nicaragua al amanecer. En ese país la guerra entre Somoza y los sandinistas todavía no se ha aquietado. No es difícil conseguir documentos falsos por unos pocos dólares, y Baltasar los tiene en abundancia. Hundido en un hotelucho espantoso observa sus funerales célebres, mientras se afeita la cabeza y se deja crecer la barba y el bigote. Tres meses después vuela de regreso a la patria en la avioneta que conduce su propio hermano, Nicolás.
Nicolás, además, ha comprado para él una casita en algún pueblo lejano, y allí se instala. Los primeros días sale poco. Teme que lo descubran de inmediato. Pero con el correr del tiempo se anima a salidas más prolongadas. Ha cambiado totalmente su aspecto. Tal vez está rapado, o usa una ridícula peluca de largo cabello rubio. Tal vez ha engordado doce kilos, o adelgazado nueve. No lo sé. En esto sólo especulo. Cuando está seguro de sí, consigue un trabajo como maestro. En el pueblo les llama la atención ese forastero tan extraño y tan solitario. Pero necesitan un maestro que pueda enseñar a leer y a contar, y que se conforme con la miseria que van a pagarle. Cuando al mes siguiente llega su familia, los ánimos terminan de tranquilizarse. El forastero no es un personaje solitario. Ahora que se ha establecido, ha traído a su familia consigo. Tiene una mujer bella y tres niñitos hermosos. Tal vez se trate de uno de esos universitarios que han tenido dificultades con el gobierno de nuestro nuevo dictador vitalicio. Para el caso, lo mismo da. El hombre es honrado y cariñoso. Asiste a misa los domingos. No se emborracha. No golpea a su compañera. En pueblos pequeños como los nuestros, eso sólo lo convierte en candidato a la santidad, ¿o acaso miento?
Eso es todo, amiguitos. De allí en adelante, Baltasar Quiñones se dedica a vivir la vida que ha soñado. No tiene preocupaciones económicas, pues su familia administra sus bienes. Tampoco comete la estupidez de emprender gastos ostentosos que delaten su verdadero status. Nunca le han interesado. Su mujer es feliz de tenerlo en casa los fines de semana y de ir al cine del pueblo los sábados por la noche sin que nadie cruce con su marido más que un respetuoso ‘adiós, maestro’.
Y por añadidura, Baltasar es testigo vivo de su conversión en héroe nacional perpetuo. Tal vez transita todos los días una calle con su nombre. Descansa en casa en sus cumpleaños, que son feriados precisamente por eso, y observa por la tele los discursos alusivos que el gobierno ensaya al pie del mausoleo que guarda su memoria. Está a salvo de todo. El tiempo ya no podrá corromperlo. Lo último que ha hecho en la vida ha sido convertir un gol inolvidable al servicio de la patria, el 20 de junio de 1981, en Costa Rica. Nunca envejecerá. Nunca deberá retirarse. Nunca se desvalorizará su pase. Nunca deberá rechazar jugosas ofertas para convertirse en director técnico. Nunca deberá arriesgar su buen nombre y el cariño popular en aventuras políticas que traten de involucrarlo. Nunca bajará de ese pedestal de cristal desde el que reina sobre la Plaza de la República. Sagrado, heroico, incorruptible, hacedor de milagros. Intocable para toda la eternidad.
Hubo un momento, cuando terminó de hablar, en el que podía palparse la telaraña mágica en la que el joven acababa de atrapar a su auditorio. Pero de inmediato uno de los muchachos rompió el hechizo:
–Hay algo que no entiendo, Miguel. –Mario se rascaba la cabeza mientras hablaba.– ¿Tú crees posible que la mujer de Baltasar estuviera dispuesta a atender el teléfono inmediatamente después de enterarse de la muerte de su esposo?
–No sé, Mario, tal vez atendió otro familiar… –Miguel movía las manos mientras buscaba algún argumento más contundente– un hermano, un primo, da igual.
–No lo creas, Miguel, no lo creas. Hubiese bastado un grito de «¡Baltasar, Baltasar al teléfono!» para que la noticia se hubiese vuelto incontenible. ¿Y cómo guardar el secreto luego? –Mario terminó como para sí.– No Miguel, me parece difícil de aceptar.
–Bueno, hay detalles que tengo que revisar…
–Quietos, muchachos, quietos. –Ahora lo había interrumpido Antonio.– Yo también tengo mis dudas. Tú dices que Baltasar se refugia en un pueblo perdido, ¿cierto? Y que sus vecinos lo aceptan complacidos porque necesitan un maestro, aunque sea un joven capitalino que ha tenido dificultades políticas. ¿No es un poco ingenuo suponer que ni la policía ni el ejército van a molestar al forastero? Digo, alguien que llega desde la nada… –Antonio dejó en el aire sus últimas palabras. La expresión de Miguel iba pasando de la euforia al abatimiento.
–Y hay otra cosa, Miguel, si me disculpas. –Mario volvía al ataque pero su tono de voz era suave, íntimo, como un intento de no dañar más las ilusiones de su amigo.– Si he seguido tu explicación correctamente (y puedo asegurarte que lo he hecho), toda tu hipótesis descansa en el supuesto de que ese reloj te marca el exacto momento de la partida de Baltasar desde el hotel, ¿cierto?
–Cierto. –El tono de voz de Miguel llevaba la cautela de quien espera un ataque furibundo.
–¿Y quién te asegura que ese reloj estaba en hora, Miguel?
El muchacho abrió los brazos y farfulló algunas palabras, pero era evidente que no estaba listo para esas objeciones.
–Es verdad –terció Damián, que hacía rato que no habría la boca– Aquí en el pueblo tenemos tres relojes públicos: el de la Iglesia, el de la Escuela, el del Municipio. Y ninguno funciona.
–Lo sentimos –Antonio buscaba las palabras para no herir a su compinche– pero no queremos que te hagan pasar vergüenza en la televisión, ¿sabes?
La magia que Miguel había construido acababa de derrumbarse con un estrépito de silencio. El tiempo reinició su transcurso. El encargado del bar acomodó unas copas. Dos parroquianos se movieron e hicieron crujir sus sillas. Los cuatro amigos, sin embargo, permanecieron largos minutos con las cervezas entre las manos y las cabezas bajas. Por fin Antonio se incorporó de su asiento decidido a disipar esa atmósfera de velorio.
–¿Qué tal una partida, muchachos? –dijo señalando el billar.
–¡Seguro, Antonio! –Damián y Mario se incorporaron aplaudiendo.
–Los veo luego, muchachos. –Miguel, apesadumbrado, había recogido sus biblioratos.
Sus amigos lo tomaron de los brazos, le propinaron algún coscorrón afectuoso, lo provocaron para que aceptara un desafío al billar, pero no hubo caso. Miguel se encaminó a la puerta.
V
Salí unos minutos después. El sol estaba todavía alto, de manera que fui por el camino del Club Social, cuyas veredas arboladas ofrecen cierta protección para cabezas calvas como la mía.
Grande fue mi sorpresa cuando vi a Miguel recostado sobre la verja. Por el modo en que me miró comprendí que me había identificado como uno de los testigos de su perorata. Al verlo de cerca vi sus ojos húmedos y sentí por él una compasión infinita. Una parte de mí me indicaba que siguiera de largo, que me limitara a saludarlo con una sonrisa y una inclinación de cabeza. Pero la tristeza de su expresión me conmovía de tal modo que no podía sencillamente ignorarlo. Le pregunté si quería caminar para que se le sacudiera la tristeza. Asintió y nos adentramos en los terrenos del Club. Es usual que la gente del pueblo haga eso. Las canchas de fútbol están rodeadas por inmensos robles que brindan una sombra preciosa para caminar por esos senderos. Yo iba con las manos tomadas a la espalda, y él caminaba sin ganas con las suyas dentro de los bolsillos.
–No debes entristecerte –empecé–. Hiciste un esfuerzo notable, de todos modos. –El chico no respondía. –Además, no tenías por qué saber lo del reloj y esas otras cosas –aventuré como disculpándolo.
–Es cierto, pero no me sirve de nada.
–¿Cómo que no? ¿Y todo lo que sabes? Ahora sabes un poco más. –Tampoco eso sonó muy convincente. Seguía con la cabeza baja, y tenía los ojos húmedos de nuevo.
Yo dejé de mirarlo y bajé los ojos a mis propios zapatos.
–Qué pena, ¿no? Estabas listo para hacerte famoso en la tele, ¿cierto?
–Qué va, señor. La tele no me importa. ¿Quién se acordaría de mí la semana entrante? No es eso, sinceramente le digo.
–¿Y qué es entonces?
El muchacho gesticuló varias veces, como buscando las palabras.
–Usted se habrá dado cuenta de lo que yo admiro a Baltasar, ¿sí?
–Evidentemente.
–Y bueno, si mi historia hubiese sido cierta…
–Querría decir que Baltasar está con vida –completé.
–Exacto. –Miguel sonrió.– Imagínese que fuera cierto.
–Hay algo que no entiendo, entonces –el muchacho me miró–, si admiras tanto a Baltasar Quiñones.
–¿Qué?
–Y Baltasar se ocultó voluntariamente…
–¿Y qué con eso?
–¿Por qué te empeñas en descubrir su juego? El muchacho calló.
–¿No piensas que él preferiría dejar las cosas como están, con su nueva vida "silenciosa" como tú mismo la definiste?
–Es que no busco alterarlo, señor, en absoluto. Sólo quisiera saber si está vivo.
–¿Y tú crees que contando lo que creíste haber averiguado ibas a obligarlo a "salir de las sombras", por decirlo de algún modo?
–Supongo que sí… –Miguel dudó.
–¿Cómo habría de volver Baltasar a su existencia anónima, una vez que todos sus compatriotas supieran que está con vida?
Miguel no contestó.
–¿Y qué crees que pensarían esos mismos compatriotas, que durante veinte años lo han llorado y venerado como a un héroe? ¿No piensas que lo despedazarían con el mismo fervor con el cual han idolatrado su memoria?
Caminamos en silencio bajo los árboles unos cien metros. Luego debimos salir al sol para atravesar una de las dos canchas profesionales, que quedan de camino hacia mi casa. En el fuego de las cuatro, ni las moscas andaban por el sitio. Por fin Miguel abrió la boca:
–Creo que tiene razón –entrecerró los ojos y agregó–: pero me cuesta hacerme a la idea de saberlo muerto ahora que me había entusiasmado tanto con esto de que estaba vivo.
Seguimos caminando en silencio. Me volví a mirarlo y de nuevo me compadecí de su tristeza. Habíamos cruzado el círculo central y avanzábamos hacia una de las áreas. Advertí que allí, desperdigados en el césped, cinco o seis balones refulgían bajo el sol de la tarde. Delicias como ésa son las que yo amo de los pueblos pequeños. Esas pelotas estaban allí, de seguro, desde el mediodía; y seguirían en ese sitio sin que nadie las hurtase hasta las cinco, cuando el entrenador del colegio las recogiese para la clase vespertina. Al verlas Miguel se adelantó y, con un bonito puntapié, mandó una a estrellarse contra la red del arco. Por mi parte hice lo que siempre hago: esquivé el sitio y me encaminé hacia el lateral. Pero Miguel, tal vez con ganas de sacudirse el mal sabor que traía consigo, me alcanzó otro de los balones.
–¡Ahí va, señor, dele duro!
–Hace un poco de calor, ¿no crees?
El muchacho sonrió y se volvió hacia el arco para seguir caminando. Cuando tuve la pelota en los pies mi primer impulso fue hacerla a un lado y seguir la marcha, pero en ese instante me asaltó un súbito presagio. Es que había algo que se respiraba en el aire de ese día cargado de casualidades infinitas. De modo que cambié de parecer.
Yo estaba parado casi en el vértice del área. La adelanté con la diestra y le di un zurdazo curvo, cuidando de no resbalar con mis zapatos de suela. El balón se estrelló casi en el ángulo del palo derecho con el travesaño.
–¡Hombre, qué chutazo! –Miguel se entusiasmó con mi puntería.– ¡Pruebe otro! –añadió haciéndose a un lado. Sonreí y pegué un trotecillo hacia la medialuna. Allí me encontré con la pelota que volvía. Le pegué ahora con la diestra, que es mi pierna menos hábil, con el pie de lado. Salió un tiro bajo que dio casi en la base del parante izquierdo.– ¡Amigo, qué jugador! –exclamó Miguel.
Cuando el balón volvió a mis pies de nuevo le di con la diestra aunque ahora con los dedos pequeños del pie. El balón tomó efecto y dio en el poste derecho, a media altura.
Miguel se volvió a mirarme, mudo de asombro.
–Dejemos claras algunas cosas, Miguel –empecé mientras disparaba por cuarta vez, de nuevo con el arco del pie izquierdo, y esperaba el rebote en el caño derecho. Levanté la vista para mirarlo, pero él miraba sólo mis piernas, la pelota y el arco, alternativamente, según se sucedía la secuencia de disparos y rebotes en los postes.
–Primero: ser maestro de escuela es un oficio hermoso, pero demasiada gente te conoce en pocos años. Es mejor trabajar en el Registro de Inmuebles. ¿Comprendes a qué me refiero?
El sexto disparo me salió algo alto. La pelota se estrelló justo en el ángulo pero fue un tiro algo débil. Luego volvió resbalando lentamente por el césped. "Ya no estás para estas exhibiciones, anciano", me burlé de mí mismo.
–Segundo: confío en que recuerdes siempre la conversación que tuvimos. En otras palabras, confío en ti.
El octavo tiro fue más ortodoxo: con la diestra, a media altura, y lo suficientemente fuerte como para emprenderla de inmediato con el siguiente disparo. Viéndolo tieso de asombro, de espanto, de incredulidad, viendo el modo en que su expresión iba llenándose de una luminosidad esperanzada, no pude sino echarme a reír a carcajadas.
–Tercero: las fuerzas de seguridad de la patria dejan bastante que desear en su seguimiento de los forasteros, ¿no crees?
La boca de Miguel se había abierto en una mueca de pasmo.
–Cuarto: llamar por teléfono era demasiado arriesgado. Mejor escribir una carta dirigida a ella, pero con un sobrenombre absolutamente íntimo y desconocido para los demás.
Para el décimo disparo me perfilé con la pierna izquierda. Le pegué con alma y vida y el balón fue a dar casi en mitad del travesaño. Cuando volvió la empujé suavemente contra la red blanquísima.
–Y quinto, Miguel: eres todo un detective –le sonreí–: El reloj aquel andaba de maravillas.
Libro: Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol (2000).
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