Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Sentado sobre una maciza e imponente silla de roble contemplaba con ceño fruncido e inmutable, un enorme y frondoso valle abriéndose ante sus pies, como pidiendo permiso a su excelsa presencia. Ya estaba tomando posesión del personaje que había sido llamado a representar. Pese a que la caracterización se alejaba de manera rotunda de su perfil exageradamente bohemio, temple pacífico e inescrutable semblante, le causaban cierto placer esas miradas tímidas, las posturas reverenciales desplegadas a su paso, como así también ese pavoroso silencio desenrollado a su espalda. Debía representar el papel de su vida, al más difícil, el abanderado de las controversias, la figura pública que concentraba a Alfa y Omega, lo más cercano a un Semidios en la tierra. El parecido era sin duda asombro y el dinero por la representación, aún más.
El mediodía anunciaba la inminente partida de la comitiva. Tomó el pañuelo rojo que se hallaba sobre chifonier para inmediatamente pararse frente al enorme marco de bronce que sujetaba al aún más imponente espejo colocado detrás de él, y que en su basto reflejo, a las espaldas, enseñaba la elegante decoración Rococó del cuarto. Pulió con suavidad milimétrica la medalla de oro con el relieve del águila bicéfala, incrustada en la solapa izquierda del abrigo. Alzó el sombrero haciendo una pausa metódica, y luego lo acomodó con prudencia sobre la cabeza intentando mantener el orden del peinado. En un acto reflejo, frotó sus bigotes con el dedo índice y el pulgar de la mano izquierda, acomodando su pequeño pero abultado pelo, aún más de lo que ya estaba. El sobretodo verde, cuidadosamente limpio, con inmaculada pulcritud, construía en él un halo de invencibilidad. Caminó lentamente hacia la puerta donde sabía aguardaba el valet que custodiaría su entidad hasta la salida, y que habría de tirarse al suelo de ser necesario para evitar tocasen sus zapatos de impoluto brillo, el agua de cualquiera de los charcos que la incesante lluvia de la semana había dejado sobre la playa de estacionamiento
Atrás quedaba la bellísima Kehlsteinhaus montada en el punto más seguro del imponente Obersalzberg. Tres camionetas y un auto delante, un auto y tres camionetas detrás. El cortejo ministerial contaba con treinta hombres, los mejores atletas, tiradores, y más robustos luchadores, sobre todo, los más leales, cuyo convencimiento sobre la empresa desplegada hacia todos los rincones del territorio más occidental del viejo continente, era total. La operación, con la pérdida de las posiciones estratégicas más relevantes, suponía un riesgo enorme que así y todo debía correrse.
Luego de varias horas de viaje, horas de las que había perdido total noción al hundirse en el sueño preso del desgarrador cansancio, recobró la conciencia. El lapso de sopor había acomodado sus ideas. Repentinamente, en un rapto de lucidez absoluta, comprendió que no debía estar ahí. Ningún oro ni tesoro del mundo podían garantizar su vida en el "Ojo de la Tormenta". Sin embargo ¿qué podía hacer él? Negarse a la solicitud hubiera significado un pedazo de plomo asestado certeramente en la cabeza. No tenía escapatoria, de ahi en adelante todo dependía de su suerte. La fama del personaje, a esas alturas, entendía, daba al "vivir" la supresión total de chances al verbo.
Pasaron por el Tiergarten, y ya reconocía la avenida que transitaba. Pese a la pila de escombros humeantes perdiéndose hacia cualquier la dirección contemplada, aquella calle era sin duda la Kurfürstendamm. Allí, al paso, se hallaba erigida la enorme Iglesia Keiser-Wilhelm-Gedächtniskirche que además de su significativa presencia, gran sorpresa fue verla sin un pedazo de la cúpula.
Se detuvieron quinientos metros antes de llegar a destino. El objetivo de la parada era motivar a un grupo de reclutas de escasa edad que, prácticamente, ninguna experiencia en el arte de la guerra, tenía. Bajó del auto, y caminó hasta el pelotón con autoridad suprema. El semblante de los jóvenes revelaba el enorme asombro decorado en un aquilatado brillo de admiración. Tenían frente a ellos la representación de un Dios en la Tierra.
Yendo y viniendo de un lado a otro, frente al grupo de adolescentes apostados desprolijamente en línea, empezó con creciente vehemencia el discurso:
La importancia de nacer en la tierra de la Deutscher Orden (Orden Teutónica) no es un regalo para cualquier hombre. Aquel que pueda ver más allá de sus ojos valiéndose de su propio coraje, y arrancar la gloria del futuro haciéndola parte del presente sin importar que de ello dependa su vida, será el hombre por el que sonarán estridentes canciones, canciones que llegarán a cualquier parte del mundo, reventando el oído de los sordos liberales y comunistas, que no han merecido siquiera ver la luz del día, y que tendrán por certeza sin saber el origen de semejante temblor, que sólo la voz germánica es capaz de sonar con tan gigantesco estruendo. ¡Hoy la historia se vuelve a repetir, Hijos de Hermann! Y como en ese glorioso pasado, el sarraceno sucumbió a la superioridad del espíritu teutón allá en la lejana Fortaleza de Monfort, hoy el bretón, su hijo pródigo, y el débil galo que nada ha aprendido de la estirpe merovingia, habrán de tener el mismo destino ante esta fuerza arrolladora, que lleva en su sangre desde tiempos inmemoriales la única herencia posible conforme a su origen, revalorizar al hombre en la tierra, dándole el real y verdadero sentido a su existencia. Sé que cada uno de ustedes defenderá cada centímetro de ésta, nuestra Sacra Tierra; sé que el alma de los caballeros teutones vive en ustedes; sé que mañana despertaremos juntos mirando al sol y pisaremos la sangre de todos los irreverentes que han osado caminar con cobardía sobre el suelo del "Hombre".
Esos minutos de eternidad divina para quienes oían cada palabra, a él en particular, lo sacaron totalmente de su auténtica identidad. La convicción de la proclama había sido tal, que hasta se lo había creído.
Al llegar a ese Coloso de Concreto, de la puerta lateral del Bunker salió a su encuentro, Eva. Lo abrazó como quien siente resguardo ante la legada de la mismísima salvación. Bromeó con su altura y sus ojos, dijo verlo más alto y con la mirada más oscura que de costumbre. Él la observó con seriedad distante y mentón altivo, espetando inmediatamente y sin preámbulos la voluntad de estar solo en su despacho. Pidió una máquina de escribir, y sobre todo, no ser interrumpido bajo ninguna circunstancia. Después de algunos minutos, sintiendo la orden impartida, acatada, comenzó la redacción de una carta.
Berlin, 30 de abril de 1945.
Querida Elsa,
Mi bien amada, mi único y preciado tesoro en este mundo de sin razón y olor a muerte, se avecinan momentos decisivos para la Nación, y sin embargo mi mente está en otro lado. Pese al estruendo de los fusiles y el ruido pavoroso de las bombas que estallan sin parar, estoy ahí contigo, No he dejado de pensarte un solo día. Debí haber huido contigo cuando pude hacerlo. Joseph lleva siete años asegurando la culminación de mi trabajo, y ahora que el juego se ha cerrado finalmente veo todo con claridad: esto es un camino sin salida. Debo hacerme responsable de mis actos aunque sólo hayan sido la pantalla de ese engreído que no ha hecho otra cosa que mentir desde el momento en que me instó a subir a ese maldito escenario. Él y su estúpida idea de "El Napoleón del siglo XX". ¡Y ya lo ves! Hasta los mismos errores se han cometido. El otro gaznápiro y verdadero culpable de todo el desastre, ahora el muy cobarde se ha escondido bajo las alas del Generalísimo del Sur, cobijando su energúmena figura entre ricos filetes y buen vino, y yo acá viendo cual es mi suerte.
No han dejado de perderme pisada, me tienen muy vigilado. Sin embargo, le he encontrado la vuelta al asunto, después de todo "yo" soy "él" y me respetan como tal. Mi trabajo ha sido impecable, no hay dudas de la autenticidad. Por eso te cuento con alegria que he encontrado un par de hombres leales que harán llegar esta carta a tus manos, y si todo sale bien, más tarde a mí, a tus brazos.
Pronto estaremos los tres juntos como una familia, como debería haber sido siempre. ¿Cómo está el pequeño Julio? ¡Bueno, pequeño ya no! Aún lo veo perdido entre los libros, construyendo sombreros en desiertos, y amores bajo ríos. Eso lo heredó de ti. Todavía recuerdo tus teorías sobre el origen de mi nombre sus formas, los prefijos, el latín, etcétera, No me perdonaré jamás lo hecho a tus libros, por eso me he encargado personalmente, para tratar de enmendar mi brutalidad y la del régimen, de buscar cada uno de los títulos en sus primeras ediciones y versiones originales ¿Y qué crees? Ya tengo toda tu biblioteca completamente armada.
Sí todo sale tal cual lo previsto, te veré en un par de semanas. Y sí no, pues creo que te enterarás inmediatamente. ¡Confia en mí, amor mío! Todo saldrá bien. Dile al muchacho que pronto estaré con él.
Joseph, arrancó la carta de la temblorosa mano del soldado que con vista nerviosamente extraviada, observaba despavorido el inminente final.
La guerra terminó... Elsa aún sigue esperando.
Libro: Cartas. Cuentos de pasión, misterio y muerte (2022).
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