«Mi tenue disculpa se escribe así: recopilar textos propios es acaso soberbio, pero también melancólico. Mira uno viejas fotos de su alma y siente muchas veces esa mezcla de ternura e indignación que producen las antiguas piruetas, ya desechadas por la desconfiada madurez». Alejandro Dolina
-¿Cuál es la situación? -preguntó sus hombres el oficial O'Hara.
-Tres sujetos atrincherados en la casa. Tienen armas y un rehén.
-¿Sabemos algún dato del rehén?
-Dice que es Santa..
-¿...? -hubo un silencio largo.
-Claus, Santa Claus, Papá Noel.
-Tiene sentido -reflexionó O'Hara -Hoy es Nochebuena. Probablemente le han tendido una emboscada.
-¡Lo mismo pensamos nosotros jefe! Lo han esperado pacientemente escondidos detrás del arbolito de navidad.
-Bien muchachos. jA trabajar!- ordenó -No hace falta decir que este problema debe resolverse esta misma noche. Aún le falta repartir la mayor parte de los regalos. Mis hijos no me lo perdonarían.
Cuando se disponía a llamar a los secuestradores para iniciar las negociaciones, dos sujetos de traje que ae le acercaban captaron su atención. Seguramente provenían de la ciudad.
-¿Quiénes son ustedes? -preguntó el jefe
-Departamento de migraciones -respondieron mostrando sus credenciales.
-Entendemos que tienen un inmigrante ilegal -dijo el segundo sujeto.
-Vamos muchachos. Se trata de Santa... intentó disuadirlos el jefe.
-Veo que tenemos diferentes puntos de vista. Donde usted ve a Santa Claus, nosotros vemos a un indocumentado que cruza todos los años nuestra frontera burlándose de nuestro departamento. Y aunque sabemos que es popular entre la gente, créame que no es agradable que nos haga sentir unos idiotas. Lo hemos estado siguiendo durante mucho tiempo... es realmente escurridizo. No repita esto afuera, pero estoy agradecido con los delincuentes que lo han tomado como rehén...
El monólogo continuaba, pero un general de tres estrellas que bajaba de una limusina, captó su atención.
-Jefe O'Hara, permítame presentarme, soy el general Mahoney.
Quedó sin saber qué decir. ¿Qué carajo podía estar haciendo un general en su pequeño pueblito?
Lo exasperaba pensar que el tiempo que debería estar dedicando a las negociaciones para la liberación del rehén, lo estaba perdiendo en atender visitas.
-Cuando se resuelva esta situación puede hacer lo que le apetezca con los tres maleantes, pero el gordo barbudo es nuestro... órdenes de arriba.
-¿Bajo qué cargos?
-Invasión de espacio aéreo.
La conversación podría haber continuado, pero los movimientos en el patio trasero de la casa captaron la atención del jefe. Tres sujetos completamente vestidos de blanco y con escafandras, estaban intentando llevarse dos viejos y pesados renos.
-jOigan! No pueden tocar eso. Es evidencia -gritaba el jefe, mientras se les acercaba.
-Tiene alguna idea de la cantidad de enfermedades que podrían transmitir estos animales. ¿Quiere usted ser responsable del inicio de una pandemia? -la advertencia sonó a amenaza.
-Somos del departamento de zoonosis -aclaró otro de los sujetos- Afortunadamente un vecino nos hizo una llamada. Sonaba muy enojado ya que estos renos, estaban comiendo los geranios de su jardín,
-Oficial. Usted no puede ignorar que existen leyes que prohíben el ingreso de animales al país...
Nuevamente abandonó a los sujetos blancos y sus renos, ya que su atención fue captada por unos sujetos, con aspecto de contadores, quienes hurgaban dentro de una gran bolsa que estaba dentro del trineo.Se acercó hacia ellos
-Somos auditores del departamento de aduana -se presentó uno mostrándole su credencial- Le informo que estamos realizando un inventario de lo que hay dentro de esta bolsa. Luego de eso debemos determinar su procedencia y establecer los aranceles para finalmente determinar el valor exacto del contrabando.
-Por el momento esto es evidencia y no debería ser manipulada -advirtió el jefe
Pero los auditores lo observaron con desdén y continuaron con su trabajo.
El jefe llamó con una seña a uno de sus asistentes.
-Oye González. Este caso se está enredando demasiado. Necesito que me hagas un par de favores. Averigua sigilosamente si tenemos tratados de extradición con el polo Norte.
-Seguro jefe. ¿Y el segundo?
-Avisa a toda esta gente que nos reuniremos a las mil novecientas en mi patrulla.
Todos asistieron a la cita a la hora fijada.
-¿Cuál es la situación? - dijo el jefe tratando de retomar la iniciativa- Me refiero a que, de acuerdo a los cargos que tenemos hasta ahora, ¿podrían darme una estimación de la cantidad de años?
-Invasión de espacio aéreo, hmmm, mínimo cinco años tras las rejas -dijo el general.
estimación de la cantidad
-Por inmigración ilegal, creo que solo lo deportaremos. Obviamente, él deberá pagar su pasaje de avión y todos los gastos...
-Por el tema de los renos, son siete años por cada reno y siendo dos renos. Espéreme un segundo -dijo el representante de zoonosis sacando una pequeña calculadora del bolsillo de su traje- Aquí va... exactamente catorce años.
-Por el contrabando... Deseo en principio aclarar que si hubiera comprado los regalos en el país no habria delito, pero todos han sido adquiridos en China.
-¡Malditos amarillos! -explotó el general.
-Estimo tres años de cárcel -finalizó el auditor.
-Bien, tenemos cinco más catorce más tres -espetó el jefe mirando al de zoonosis, el cual aún tenía la calculadora a mano.
-Veintidós años...
-Eso sin considerar la conducta recurrente, ya que lo viene haciendo año tras año -dijo el general Mahoney -si consideramos que viene haciéndolo hace más de cien años, le corresponderían como mínimo... dos mil doscientos años de prisión.
Un silencio pesado se apoderó de la reunión. La situación era realmente grave.
El jefe O'Hara se alejó unos metros de la patrulla. Tomó su smartphone y telefoneó a su esposa.
-Hola Mary. Escucha bien lo que voy a pedirte. Trata de ubicar alguna tienda abierta. Ve y compra algunos regalos para los niños... Creo que no veremos a Santa por un largo tiempo.
En el aire, sobre los valles, bajo las estrellas, sobre un río, un estanque, un camino, volaba Cecy. Invisible como los nuevos vientos de la primavera, fragante como el aroma de los tréboles que se alzaba en los campos a la tarde, ella volaba. Se deslizaba en palomas suaves como el armiño blanco, se detenía en los árboles y vivía en los capullos, abriéndose en pétalos cuando soplaba la brisa. Se posaba en una rana verde, fresca como la menta, a orillas de un charco brillante. Trotaba en un perro zarzoso y ladraba para oír ecos que venían de graneros lejanos. Vivía en las nuevas hierbas de abril, en suaves y claros líquidos que se alzaban de la tierra de almizcle.
Es primavera, pensaba Cecy. Esta noche estaré en todas las cosas vivas del mundo.
Ahora vivía en grillos claros en los arroyos de alquitrán de los caminos, ahora caía como el rocío en una verja de hierro. Era la suya una mente que se adaptaba con rapidez, y volaba invisible en los vientos de Illinois esta noche única de su vida. Acababa de cumplir diecisiete años.
-Quiero enamorarme -dijo.
Lo había dicho a la hora de la cena. Y sus padres habían abierto los ojos y se habían reclinado tiesamente en sus sillas.
-Cuidado -le habían aconsejado-. Recuerda que eres una criatura notable. Toda nuestra familia es rara y notable. No podemos mezclarnos o casarnos con gente ordinaria. Perderíamos nuestros poderes mágicos si lo hiciésemos. No te gustaría no poder “viajar” por medios mágicos, ¿no es verdad? Entonces, cuidado. ¡Cuidado!
Pero en su alto dormitorio, Cecy se había perfumado la garganta, y se había tendido temblorosa y aprensiva en su carruaje de cuatro caballos, como una luna de leche que se alza sobre los campos de Illinois, transformando los ríos en cremas y los caminos en platino.
-Sí -suspiró-. Soy de una familia rara. Dormimos de día y volamos de noche como cometas negras en el viento. Si lo deseamos, podemos dormir en un topo durante el invierno, en la tibia tierra. Puedo vivir en cualquier cosa: un guijarro, una flor de azafrán o una manta religiosa. Puedo abandonar mi cuerpo simple y huesudo y lanzar mi mente a la aventura. ¡Ahora!
El viento la llevó sobre campos y praderas.
Cecy vio las cálidas luces primaverales de mansiones y granjas que brillaban con colores crepusculares.
Yo no puedo enamorarme porque soy sencilla y rara, pero me enamoraré por medio de alguna otra forma, pensó.
En los campos de una granja, en la noche de primavera, una muchacha de pelo oscuro, de no más de diecinueve años, sacaba agua de un profundo pozo de piedra y cantaba.
Cecy cayó -una hoja verde- en el pozo. Se tendió en el tierno musgo del pozo, mirando hacia arriba en la sombría frescura. Luego se animó en una palpitante e invisible ameba. ¡Luego en una gota de agua! Al fin, en un tazón frío, se sintió llevada a los tibios labios de la muchacha. Se oyó un suave y nocturno sonido; la muchacha bebía.
Cecy miró el mundo desde los ojos de la muchacha.
Desde el interior de la oscura cabeza, desde los ojos brillantes, miró las manos que tiraban de la tosca cuerda. Escuchó a través de las orejas de caracol el mundo de la muchacha. Olió un particular universo por la delicada nariz, sintió que aquel corazón especial batía y batía. Sintió que aquella lengua extraña se movía cantando.
¿Sabrá que estoy aquí? pensó Cecy.
La muchacha abrió la boca. Miró fijamente los prados nocturnos.
-¿Quién está ahí?
No hubo respuesta.
-Sólo el viento -murmuró Cecy.
La muchacha se rió de sí misma, pero se estremeció.
-Sólo el viento.
Era un buen cuerpo, el cuerpo de la muchacha. Tenía huesos del más fino y delicado marfil, envueltos redondamente en carne. El cerebro era como una pálida rosa té, que colgaba en la oscuridad, y había un aroma de manzanas en la boca. Los labios se apoyaban firmemente en los blancos, blancos dientes, y las cejas se arqueaban nítidamente ante el mundo, y el pelo caía hermoso y suave en la nuca de leche. Los poros se apretaban diminutos y cerrados. La nariz apuntaba a la luna y las mejillas brillaban con pequeños fuegos. El cuerpo se movía con el equilibrio de una pluma y parecía como si siempre se cantase a sí mismo. Estar en este cuerpo, esta cabeza, era como calentarse en una estufa, vivir en el ronroneo de un gato dormido, dejarse llevar por las tibias aguas de un arroyo que corría de noche hacia el mar.
Me gustará estar aquí, pensó Cecy.
-¿Qué? -preguntó la muchacha como si hubiese oído una voz.
-¿Cómo te llamas? -preguntó Cecy cuidadosamente.
-Ann Leary. -La muchacha se estremeció-. ¿Pero por qué digo esto en voz alta?
-Ann, Ann -murmuró Cecy-. Ann, vas a enamorarte.
Como si fuese una respuesta, un trueno estalló en el camino, un repiqueteo y un retumbar de ruedas en la grava. Apareció un nombre alto que manejaba un carro, sosteniendo las riendas en los brazos monstruosos, y con una sonrisa brillante que cruzaba el patio de la granja.
-¡Ann!
-¿Eres tú, Tom?
-¿Quién otro podía ser?
Tom saltó del carro y ató las riendas a la verja.
-¡Yo no hablo contigo!
Ann dio media vuelta con el balde en la mano, salpicando el suelo.
-¡No! -gritó Cecy.
Ann se detuvo. Miró las lomas y las primeras estrellas de la primavera. Miró al hombre llamado Tom. Cecy le hizo dejar caer el balde.
-¡Mira lo que has hecho!
Tom corrió.
-¡Mira lo que me has hecho hacer!
Tom le limpió los zapatos con un pañuelo riéndose.
-¡Apártate!
Ann le pateó las manos, pero Tom se rió otra vez, y desde kilómetros de distancia, Cecy le miró la forma de la cabeza, el tamaño del cráneo, la línea de la nariz, el ancho de los hombros, y la dura fuerza de las manos que hacían esa cosa delicada con el pañuelo. Asomándose a la secreta bohardilla de la encantadora cabeza, Cecy tiró de un oculto alambre de ventrílocuo, y la hermosa boca se abrió y dijo:
-¡Gracias!
-Oh, entonces eres cortés -dijo Tom.
El olor de cuero de sus manos, el olor del caballo en sus ropas se elevaron hasta la tierna nariz, y Cecy, lejos, muy lejos, sobre prados nocturnos y campos florecidos, se movió como en sueños.
-¡No! ¡No contigo! -dijo Ann.
-Vamos, habla suavemente -dijo Cecy.
Movió los dedos de Ann hacia la cabeza de Tom. Ann echó atrás la mano.
-¡Me he vuelto loca!
-Así es -asintió Tom, sonriendo, pero sorprendido-. ¿Ibas a tocarme entonces?
-No sé. ¡Oh, vete!
En las mejillas de Ann brillaban rosados carbones.
-¿Por qué no corres? No te retengo. -Tom se incorporó-. ¿Has cambiado de parecer? ¿Irás al baile conmigo esta noche? Es un baile especial. Te diré por qué más tarde.
-No -dijo Ann.
-¡Sí! -gritó Cecy-. Nunca bailé. Quiero bailar. Nunca llevé un largo vestido susurrante. Quiero bailar toda la noche. No sé qué es estar en una mujer, bailando. Papá y mamá nunca me lo permitirían. He conocido perros, gatos, langostas, hojas, todo lo que hay en el mundo en un tiempo o en otro, pero nunca una mujer en primavera, nunca en una noche como la de hoy. Oh, por favor… debemos ir al baile.
Cecy extendió sus pensamientos como dedos dentro de un guante nuevo.
-Sí -dijo Ann Leary-. Iré. No sé por qué, pero iré contigo al baile esta noche, Tom.
-¡Ahora adentro, pronto! -gritó Cecy-. Debes lavarte, avisar a tu gente, preparar el vestido, calentar la plancha. ¡A tu cuarto!
-Mamá -dijo Ann-, ¡he cambiado de parecer!
El caballo de Tom galopó a lo largo de la cerca, los cuartos de la granja volvieron a la vida, el agua hirvió para un baño, la estufa de carbón calentó la plancha que plancharía el vestido, la madre corrió, corrió con una hilera de alfileres en la boca.
-¿Qué te ha pasado, Ann? ¡Tom no te gusta!
Ann se detuvo en medio de aquella gran fiebre.
-Es cierto.
¡Pero es primavera! pensó Cecy.
-Es primavera -dijo Ann.
Y es una hermosa noche para bailar, pensó Cecy.
-… para bailar -murmuró Ann Leary.
La muchacha se metió en la bañera y la espuma le cubrió los blancos hombros de delfín, y el jabón hizo pequeños nidos bajo sus brazos, y la carne de sus pechos tibios se movió en sus manos, y Cecy movió la boca, modelando la sonrisa, guiando los movimientos de Ann. No podía permitirse una pausa, ni un titubeo, ¡o toda la pantomima se haría pedazos! Había que obligar a Ann Leary a moverse, a actuar, a lavarse aquí, a enjabonarse allá. Ahora, ¡afuera! ¡Sécate con una toalla! ¡Ahora perfume y polvo!
-¡Tú! -Ann se vio en el espejo, toda blanca y rosada como lirios y claveles-. ¿Quién eres esta noche?
-Soy una muchacha de diecisiete años. -Cecy la miró desde los ojos violetas-. No puedes verme. ¿Sabes que estoy aquí?
Ann Leary sacudió la cabeza.
-Le he alquilado el cuerpo a alguna bruja de abril.
-¡Cerca, muy cerca! -rió Cecy-. Bueno, ahora con tu vestido.
¡El placer de sentir una hermosa ropa sobre un gran cuerpo! Y luego el saludo afuera.
-¡Ann! ¡Llegó Tom!
-Dile que espere. -Ann se sentó de pronto-. Dile que no voy al baile.
-¿Qué? -dijo su madre en la puerta.
Cecy volvió rápidamente a su puesto. Había sido un descuido fatal, había dejado el cuerpo de Ann un fatal instante. Había oído el ruido lejano de los cascos del caballo y el carro que traqueteaba cruzando el campo primaveral iluminado por la luna. Durante un segundo había pensado: Iré a buscar a Tom y me instalaré en su cabeza y veré qué es ser un hombre de veintidós años en una noche como ésta. Y se había lanzado a cruzar rápidamente un campo de brezos. Regresó volando, como un pájaro a su jaula, y susurró y batió en la cabeza de Ann Leary.
-¡Ann!
-¡Dile que se vaya!
Cecy se calmó y extendió sus pensamientos.
-¡Ann!
Pero Ann se había rebelado.
-¡No, no, lo odio!
No debía haberme ido, ni siquiera un momento. Cecy derramó su mente en las manos de la muchacha, en el corazón, en la cabeza, suavemente, suavemente.
De pie, pensó.
Ann se incorporó.
Ponte el abrigo.
Ann se puso el abrigo.
Ahora, ¡en marcha!
¡No!, pensó Ann Leary.
¡En marcha!
-Ann -dijo la madre-, no hagas esperar a Tom. Sal y déjate de tonterías. ¿Qué te pasa?
-Nada, mamá. Buenas noches. Volveremos tarde.
Ann y Cecy corrieron juntas hacia la noche de primavera.
Una sala de palomas que bailaban suavemente rizando sus silenciosas y arrastradas plumas, una sala de pavos reales, una sala de ojos y luces de arco iris. Y en el centro, dando vueltas, y vueltas, y vueltas, bailaba Ann Leary.
-Oh, es una hermosa noche -dijo Cecy.
-Oh, es una hermosa noche -dijo Ann.
-Estás rara.-dijo Tom.
La música los hacía girar en la oscuridad, en ríos de canciones; flotaban, asomaban, se hundían, se alzaban en busca de aire, jadeaban, se tomaban el uno del otro como si estuviesen ahogándose, y giraban otra vez, con movimientos de abanico, con murmullos y suspiros al compás de Hermoso Ohio.
Cecy tarareó. Los labios de Ann se abrieron y salió música.
-Sí, estoy rara -dijo Cecy.
-No eres la misma -dijo Tom.
-No, no esta noche.
-No eres la Ann Leary que conozco.
-No, de ningún modo, de ningún modo -murmuró Cecy, a kilómetros y kilómetros de distancia-. No, de ningún modo -dijeron los labios de Ann.
-Tengo una sensación rarísima -dijo Tom.
-¿Acerca de qué?
-Acerca de ti. -Tom apoyó la mano en la espalda de Ann y la hizo bailar mirando la cara resplandeciente de la muchacha, buscando algo-. Tus ojos -dijo-, no puedo verlos realmente.
-¿Me ves? -preguntó Cecy.
-Una parte tuya está aquí, Ann, y otra parte no está.
Tom la hizo girar cuidadosamente, perturbado.
-Sí.
-¿Por qué viniste conmigo?
-Yo no quería venir -dijo Ann.
¿Por qué, entonces?
-Algo me obligó.
-¿Qué?
-No sé. -La voz de Ann era casi histérica.
-Bueno, bueno, bueno -susurró Cecy-. Tranquila. Da vueltas, da vueltas.
Murmuraron y susurraron y se alzaron y cayeron en la sala oscura, con la música que se movía y le hacía girar.
-Pero has venido al baile -dijo Tom.
-Sí -dijo Cecy.
-Vamos.
Y Tom la llevó bailando ligeramente hacia una puerta abierta y la hizo caminar en silencio alejándola de la sala y la música y la gente.
Subieron al carro y se sentaron juntos.
-Ann -dijo Tom, tomándole las manos, temblando-. Ann. -Pero dijo el nombre de ella como si no fuese su verdadero nombre. Se quedó mirando aquel rostro pálido. Ann había abierto otra vez los ojos-. Yo te quise siempre, lo sabes -dijo.
-Lo sé.
-Pero tú fuiste siempre veleidosa y yo no quería sufrir.
-No tiene importancia, somos muy jóvenes.
-No, quiero decir lo siento -dijo Cecy.
-¿Qué quieres decir?
Tom dejó caer las manos de Ann y se endureció.
La noche era cálida y el olor de la tierra subía estremeciéndose alrededor del carro, y el aliento de los árboles frescos empujaba las hojas unas contra otras con una sacudida y un susurro.
-No sé -dijo Ann.
-Oh, pero yo lo sé -dijo Cecy-. Eres alto, y el hombre más atractivo del mundo. Esta es una hermosa noche; recordaré siempre que he pasado esta noche contigo.
Cecy extendió una mano fría y extraña hacia la mano temerosa de Tom, y la acercó y la apretó y calentó.
-Pero -dijo Tom, parpadeando- esta noche estás aquí, estás allí. En un instante de un modo, y en el siguiente de otro. Yo quería traerte al baile esta noche en recuerdo de los viejos tiempos. No pensaba en nada al principio, cuando te lo pedí. Y luego, cuando estábamos junto al pozo, supe que en ti algo había cambiado, realmente. Estás distinta. Hay en ti algo nuevo y blando, algo… -Tom buscó a tientas la palabra-. No sé. No puedo decirlo. El modo en que miras. Algo en tu voz. Y ahora sé que estoy enamorado de ti otra vez.
-No -dijo Cecy-, de mí, de mí.
-Y temo estar enamorado de ti -dijo Tom-. Me harás daño otra vez.
-Sí -dijo Ann.
No, no, ¡te quiero de veras! pensó Cecy. Ann, díselo, díselo por mí. Dile que lo quieres de veras.
Ann no dijo nada.
Tom se acercó suavemente un poco más y alzó la mano para tomarle la barbilla.
-Me voy, Ann. Conseguí un trabajo a ciento cincuenta kilómetros de aquí. ¿Me extrañarás?
-Sí -dijeron Ann y Cecy.
-¿Puedo despedirme de ti con un beso, entonces?
-Sí -dijo Cecy antes de que ningún otro pudiese hablar.
Tom apoyó los labios en aquella extraña boca. Besó la extraña boca, temblando.
Ann parecía una estatua blanca.
-¡Ann! -dijo Cecy-. ¡Mueve tus brazos, abrázalo!
Ann era como una muñeca de madera a la luz de la luna.
Tom la besó otra vez.
-Te quiero -susurró Cecy-. Estoy aquí. Me ves a mí en los ojos de Ann, a mí. Y yo te quiero a pesar de ella.
Tom se apartó y pareció un hombre que hubiese corrido una larga distancia.
-No sé qué pasa -dijo-. Durante un momento…
-¿Sí? -preguntó Cecy.
-Durante un momento pensé… -Se llevó las manos a los ojos-. No importa. ¿Te llevo ahora a tu casa?
-Por favor -dijo Ann Leary.
Tom le cloqueó al caballo, sacudió cansadamente las riendas y el carro se alejó. Iban en las sacudidas y crujidos y movimientos del carro iluminado por la luna, en la todavía temprana -eran sólo las once- noche primaveral, y los campos brillantes y los suaves prados de trébol pasaban deslizándose.
Y Cecy, mirando los campos y prados, pensaba: daría cualquier cosa, sí, lo daría todo por estar siempre con él desde esta noche. Y oyó otra vez la voz de sus padres, débilmente: “Cuidado. No querrás perder tus poderes mágicos, casándote con un simple mortal. Cuidado.”
Sí, sí, pensó Cecy, hasta a eso renunciaría, ahora mismo, si él me tuviese en cambio. No necesitaría entonces pasear en las noches de primavera, no necesitaría vivir en pájaros y perros y gatos y zorros. Sólo necesitaría estar con él. Sólo con él. Sólo con él.
El camino pasaba debajo de ellos, suspirando.
-Tom -dijo Ann al fin.
Tom miraba fríamente el camino, el caballo, los árboles, el cielo, las estrellas.
-¿Qué?
-Si estás alguna vez en los años próximos, alguna vez, en Green Town, Illinois, a unos pocos kilómetros de aquí, ¿me harías un favor?
-Quizás.
Ann Leary habló con una voz vacilante y torpe:
-¿Me harías el favor de ver a una amiga mía?
-¿Por qué?
-Es una buena amiga. Te he hablado de ella. Te daré su dirección. Un momento. -El carro se detuvo ante la casa de Ann y la muchacha sacó lápiz y papel de su pequeño bolso y escribió a la luz de la luna, apoyando el papel en la rodilla-.Toma. ¿Se lee bien?
Tom miró el papel y asintió aturdido.
-Cecy Elliot. Calle de los Alamos, 12. Green Town, Illinois -leyó.
-¿La visitarás algún día? -preguntó Ann.
-Algún día -dijo Tom.
-¿Me lo prometes?
-¿Qué tiene que ver esto con nosotros? -gritó Tom furiosamente-. ¿Para que quiero papeles y nombres?
Apretó el papel y se metió la arrugada pelota en el bolsillo de la chaqueta.
-¡Oh, por favor, promételo! -suplicó Cecy.
-…promételo -dijo Ann.
-¡Muy bien, muy bien, déjame en paz! -gritó Tom.
Estoy cansada, pensó Cecy. No aguanto más. Tengo que ir a casa. Me siento débil. Mi poder sólo alcanza para pasar unas pocas horas como éstas, de noche, viajando, viajando. Pero antes de irme…
-… antes de irme…. -dijo Ann.
Besó a Tom en la boca.
-Soy yo quien te besa -dijo Cecy.
Tom se apartó y miró a Ann Leary, adentro muy adentro. No dijo nada, pero se le ablandó la cara, lentamente, muy lentamente, y los rasgos se le desdibujaron, y la boca perdió su dureza, y miró otra vez el interior de aquel rostro bañado por la luna.
Luego bajó a Ann del carro y sin siquiera unas buenas noches se alejó rápidamente camino abajo.
Cecy dejó a Ann.
La muchacha, gritando, como si saliese de una cárcel, corrió por el sendero lunar hacia su casa y cerró de un portazo.
Cecy se demoró allí cerca unos instantes. En los ojos de un grillo vio el nocturno mundo primaveral. En los ojos de una rana se quedó un momento a solas junto a un estanque. En los ojos de un ave nocturna miró desde un olmo alto, hechizado por la luna, y vio cómo se apagaban las luces en dos granjas, una allí, y otra a un kilómetro. Pensó en sí misma, su familia, y sus extraños poderes, y en que nadie de su familia podía casarse con ninguna de las gentes de aquel vasto mundo, más allá de las colinas.
-¿Tom? -Su mente cada vez más débil voló con un ave nocturna bajo los árboles y sobre los campos de mostaza silvestre-. ¿Tienes todavía el papel, Tom? ¿Vendrás algún día, algún año, alguna vez, a verme? ¿Me conocerás entonces? ¿Me mirarás a la cara y recordarás entonces cuando me viste por última vez, y sabrás que me quieres como yo te quiero, de verdad y para siempre?
Se detuvo en el fresco aire de la noche, a un millón de kilómetros de pueblos y gentes, sobre granjas y continentes y ríos y montañas.
-¿Tom? -preguntó suavemente.
Tom dormía. Era tarde; las ropas estaban colgadas en sillas, u ordenadamente plegadas a los pies de la cama. Y en una mano inmóvil, puesta con cuidado sobre la almohada blanca, junto a su rostro, había un trozo de papel escrito. Lentamente, lentamente, una fracción de centímetro cada vez, los dedos se fueron plegando y se cerraron sobre el papel. Y Tom ni siquiera se movió cuando un ave negra, débilmente, maravillosamente, aleteó con suavidad unos instantes contra los vidrios de la ventana, claros a la luz de la luna, y luego, abriendo en silencio las alas, se alejó volando hacia el este, sobre la tierra dormida.
En otros tiempos, Harold Parkette siempre se había enorgullecido de su césped. Era propietario de una gran cortadora plateada, una «Lawnboy», y le pagaba cinco dólares por cortar el césped al hijo de un vecino para que la empujara. En aquellos tiempos Harold Parkette escuchaba por radio los partidos de los «Bostón Red Sox», con una cerveza en la mano y con la convicción de que Dios estaba en el cielo y de que todo andaba bien en el mundo, incluyendo su césped. Pero el año pasado, a mediados de octubre, el destino le jugó una mala pasada a Harold Parkette. Mientras el muchacho cortaba el césped por última vez en la temporada, el perro de los Castonmeyer persiguió al gato de los Smith hasta debajo de la cortadora.
La hija de Harold vomitó medio kilo de helado de cereza sobre la falda de su vestido nuevo, y su esposa tuvo pesadillas durante toda la semana siguiente. Aunque llegó después del episodio, tuvo tiempo de ver cómo Haroíd y el chico, cuyas facciones se habían puesto verdes, limpiaban las cuchillas. Su hija y la señora Smith estaban al lado de ellos, sollozando, aunque Alicia había tenido tiempo de cambiarse el vestido por unos vaqueros y uno de esos repulsivos jerseys ceñidos. Estaba chalada por el muchacho que cortaba el césped.
Después de escuchar durante una semana cómo su esposa gemía y sorbía mocos en la cama vecina, Harold resolvió desprenderse de la cortadora. De todos modos no la necesitaba realmente, pensó. Ese año había contratado un muchacho, el año próximo contrataría además una cortadora. Y quizá Carla dejaría de quejarse en sueños. Quizás incluso podrían reanudar su vida sexual.
De modo que llevó la «Lawnboy» plateada a la gasolinera de Phil Sunoco, y él y Phil regatearon un rato. Harold salió con un flamante neumático Kelly y el depósito cargado de súper, y Phil colocó la «Lawnboy» plateada junto a uno de los surtidores con un cartel que decía EN VENTA.
Y ese nuevo año Harold siguió dejando para más adelante la contratación indispensable. Cuando por fin se decidió a llamar al muchacho del año anterior la madre le informó que Frank se había ido a la Universidad. Harold meneó la cabeza, atónito, y se encaminó hacia la nevera en busca de una cerveza. ¡Cómo volaba el tiempo! Dios, cómo volaba.
Aplazó la contratación del nuevo muchacho y dejó que pasara mayo y después junio y los «Red Sox» continuaban atascados en el cuarto puesto. Los fines de semana se sentaba en el porche de la parte posterior de la casa y observaba con expresión taciturna cómo una sucesión interminable de jóvenes que nunca había visto antes lo saludaban fugazmente antes de llevarse a su pechugona hija al antro local de iniquidades. Y el césped prosperaba y crecía maravillosamente. Ése era un excelente verano para la hierba: tres días de sol seguidos, casi cronométricamente, por uno de llovizna.
A mediados de julio eso parecía más una dehesa que el jardín de una residencia, y Jack Castonmeyer empezó a hacer toda clase de bromas de pésimo gusto, algunas de las cuales giraban alrededor del precio del heno y la alfalfa. Y la hija de Don Smith, Jenny, de cuatro años, tomó la costumbre de esconderse allí cada vez que le servían harina de avena en el desayuno o espinacas en la cena.
Un día, a fines de julio, Harold salió del patio durante un intervalo del partido, y vio una marmota gallardamente instalada en el camino interior cubierto de malezas. Resolvió que había llegado la hora. Apagó la radio, cogió el periódico, y buscó la sección de anuncios clasificados. Y a mitad de la columna de Varios encontró esto: Cortamos césped. Precio razonable. 776-2390.
Harold marcó el número, esperando que lo atendiera una señora atareada con el aspirador, que a su vez llamaría a gritos a su hijo. En cambio, una voz eficientemente profesional dijo:
—Casa Pastoral de Servicios de Jardinería y Exteriores..., ¿en qué podemos servirlo?
Harold le explicó cautamente a la voz en qué podía servirlo la Casa Pastoral. ¿De modo que habían llegado a ese extremo? ¿Los cortadores de césped montaban su propia empresa y tomaban empleados de oficina? Preguntó la tarifa y la voz le indicó una suma razonable.
Harold colgó con una sensación latente de inquietud y volvió al porche. Se sentó, encendió la radio, y miró por encima de su césped exuberante cómo las nubes se desplazaban lentamente por el cielo del sábado. Carla y Alicia habían ido a visitar a sus suegros, y la casa estaba a su disposición. Recibirían una sorpresa agradable si el muchacho que venía a cortar el césped completaba su trabajo antes de que ellas volvieran.
Abrió una cerveza y suspiró mientras escuchaba la narración de los fallos de su equipo favorito. Una brisa tenue sopló por el porche abrigado. Los grillos chirriaban plácidamente entre las altas hierbas. Harold gruñó algo desagradable sobre los «Red Sox» y se adormeció.
Media hora más tarde, se despertó sobresaltado al oír el timbre de la puerta. Volcó la cerveza al levantarse para ir a abrir la puerta.
En la escalinata de entrada aguardaba un hombre vestido con un mono manchado de jugo vegetal. Masticaba un mondadientes y era gordo. La curva de su abdomen formaba una protuberancia tan grande, debajo del mono azul desteñido, que Harold casi sospechó que se había tragado una pelota de baloncesto.
—¿Sí? —preguntó Harold Parkette, aún medio amodorrado.
El hombre sonrió, hizo rodar el mondadientes de un extremo al otro de la boca, tiró de los fondillos de su mono, y después levantó un poco sobre su frente la gorra verde de béisbol. Sobre la visera de ésta había una mancha de aceite de máquina. Y siguió sonriendo a Harold Parkette, con su olor a césped, a tierra y a aceite.
—Me envía Pastoral, amigo —anunció jovialmente, mientras se rascaba la ingle—. Usted telefoneó, ¿no es cierto? ¿No es cierto, amigo? —No dejaba de sonreír.
—Oh. Por el césped. ¿Usted? —Harold lo miró boquiabierto.
—Sí, yo. —El hombre de la cortadora de césped lanzó una carcajada en la cara de Harold abotargada por el sueño.
Harold se apartó impotente y el hombre de la cortadora de césped irrumpió delante de él por el vestíbulo, atravesó la sala y la cocina, y salió al porche de la parte posterior. Ahora Harold sabía quién era el hombre y todo estaba en orden. Había visto antes a otros tipos de esa catadura, que trabajaban en los equipos de saneamiento y de reparación de carreteras, en la autopista. Siempre disponían de un minuto para apoyarse sobre sus palas y fumar un «Lucky Strike» o un «Camel», mirando a los demás como si ellos fueran los dueños del mundo, capaces de sacarte cinco dólares o de acostarse con tu esposa cuando se les antojaba. Harold siempre les había tenido un poco de miedo a esos hombres: siempre estaban tostados por el sol, siempre tenían un laberinto de arrugas alrededor de los ojos, y siempre sabían lo que había que hacer.
—El trabajo más pesado hay que hacerlo detrás —le informó al hombre, ahuecando inconscientemente la voz—. Es una zona cuadrada y no hay obstáculos, pero la hierba ha crecido mucho. —Su voz volvió al registro normal y de pronto se disculpó—: Temo que me descuidé.
—No se apure, amigo. No se preocupe. Bien, bien, bien. —El hombre de la cortadora de césped le sonrió con mil chistes de viajantes en la mirada—. Cuanto más alto, mejor. Ésta es una tierra sana, por Circe. Es lo que siempre digo.
¿Por Circe?
El hombre de la cortadora de césped inclinó la cabeza hacia la radio.
—¿Es hincha de los «Red Sox»? Mi equipo es el de los «Yankees».
Volvió a entrar en la casa pisando con fuerza y atravesó el vestíbulo. Harold lo miró hoscamente.
Se sentó de nuevo y observó un momento con expresión acusadora el charco de cerveza que había bajo la mesa. La lata volcada de «Coors» estaba en el centro. Pensó en la posibilidad de traer la bayeta de la cocina y decidió que no corría prisa.
No se apure. No se preocupe.
Abrió el periódico en la sección financiera y estudió circunspectamente las cotizaciones de cierre. Como buen republicano, consideraba que los ejecutivos de Wall Street ocultos detrás de la tipografía encolumnada eran por lo menos semidioses de segundo orden...
(¿Por Circe?)
...y muchas veces lamentó no entender mejor el Verbo, tal como lo proclamaban no desde la montaña ni sobre lápidas de piedra, sino mediante abreviaturas tan enigmáticas como % y Kdk y 3,28 2/3. En una oportunidad había comprado prudentemente tres acciones de una compañía llamada «Bisomburguesas S.A.», que quebró en 1968, y él perdió íntegra su inversión de setenta y cinco dólares. Sabía que ahora las hamburguesas de bisonte estaban en alza. Eran la mercancía del futuro. Esto lo había discutido muchas veces con Sonny, el barman del «Goldfish Bowl». Sonny le decía a Harold que su desgracia había consistido en adelantarse cinco años a su tiempo, y que debería...
Un súbito rugido ensordecedor lo arrancó del nuevo sopor en el que estaba cayendo.
Harold se levantó bruscamente, derribando su silla y mirando en tomo con los ojos desorbitados.
—¿Eso es una cortadora de césped? —le preguntó a la cocina—. ¿Dios mío, eso no es una cortadora de césped?
Atravesó la casa corriendo y miró por la puerta de delante. Allí no había nada, excepto una destartalada furgoneta verde con las palabras JARDINERÍA PASTORAL S.A., pintadas sobre la carrocería. Ahora el rugido provenía de la parte de detrás. Harold volvió a correr por la casa, irrumpió en el porche posterior, y se quedó petrificado.
Era obsceno.
Era una parodia grotesca.
La vetusta cortadora roja, motorizada, que el gordo había traído en su furgoneta, funcionaba sola. Nadie la empujaba y, en verdad, no había nadie a un metro y medio de ella. Corría frenéticamente, arrasando la hierba infortunada del jardín posterior de Harold Parkette como un vengativo diablo rojo directamente salido del infierno. Aullaba y bramaba y expulsaba un aceitoso humo azul con una forma alucinada de demencia mecánica que enfermaba de terror a Harold. El olor pasado de maduro de la hierba cortada flotaba en el aire como los vahos de un pino agrio.
Pero la auténtica obscenidad la constituía el hombre de la cortadora.
El hombre de la cortadora se había desnudado, quitándose hasta la última prenda. Sus ropas estaban pulcramente dobladas en el baño para pájaros vacío que se levantaba en el centro del jardín posterior. Desnudo y manchado de savia, se arrastraba más o menos un metro y medio por detrás del armatoste, devorando el césped segado. El jugo verde le chorreaba por la barbilla y goteaba sobre su abdomen oscilante. Y cada vez que la cortadora viraba en una esquina, el hombre se levantaba y daba un extraño salto antes de volver a postrarse.
—¡Deténgase! —gritó Harold Parkette—. ¡No siga!
Pero el hombre de la cortadora no le hizo caso, y su ululante familiar escarlata ni siquiera disminuyó la velocidad. Incluso pareció acelerar. Su parrilla de acero mellado pareció hacer una mueca a Harold cuando pasó delirando junto a él.
Entonces Harold vio el topo. Debía de haber estado encogido por el terror delante de la cortadora, en medio de la maleza próxima a ser arrasada. Se disparó por la franja va segada, como una despavorida centella marrón, para buscar refugio bajo el porche.
La cortadora modificó su rumbo.
Mugiendo y aullando, se precipitó sobre el topo y lo escupió reducido a una ristra de piel y entrañas. Harold recordó al gato de los Smith. Una vez aniquilado el topo, la cortadora volvió a centrarse en su trabajo.
El hombre de la cortadora pasó arrastrándose velozmente, comiendo el césped. Harold estaba paralizado por el espanto, y se había olvidado por completo de las acciones, los bonos y las hamburguesas de bisonte. Veía cómo el inmenso vientre oscilante se dilataba. El hombre de la cortadora se desvió y devoró el topo.
Fue entonces cuando Harold Parkette se inclinó sobre la cancela y vomitó entre las margaritas. El mundo se tornó gris y de pronto comprendió que se estaba desmayando, que se había desmayado. Se desplomó en el porche y cerró los ojos...
Alguien lo estaba sacudiendo. Carla lo estaba sacudiendo. No había lavado los platos o vaciado el cubo de la basura y Carla se pondría furiosa pero eso no importaba. Con tal de que lo despertara, lo arrancara de esa horrible pesadilla, lo devolviera al mundo normal, la estupenda y normal Carla con su faja «Playtex» y sus dientes salientes...
Dientes salientes sí. Pero no los dientes salientes de Carla. Carla tenía unos dientes de ardilla que le daban un aspecto endeble. En cambio estos dientes eran...
Peludos.
En estos dientes salientes crecían pelos verdes. Casi parecía...
¿Hierba?
—Oh, Dios mío —murmuró Harold.
—Se desmayó, ¿verdad, amigo? —El hombre de la cortadora estaba encorvado sobre él, sonriendo con sus dientes peludos. Sus labios y su barbilla también eran peludos. Todo era peludo. Y verde. El jardín apestaba a hierba y a gasolina y reinaba un silencio demasiado súbito.
Harold se sentó bruscamente y miró la cortadora inactiva. Todo el césped había sido pulcramente cortado. Y no haría falta rastrillar, observó Harold con una sensación de náusea. Si el hombre de la cortadora había omitido devorar una sola brizna, él no la veía. Miró de soslayo al hombre de la cortadora y respingó. Seguía desnudo, gordo, terrorífico. De las comisuras de la boca le chorreaba una baba verde.
—¿Qué significa esto? —preguntó Harold con tono suplicante.
El hombre hizo un ademán con la mano abarcando el jardín.
—¿Esto? Bien, es un nuevo sistema que ha empezado a ensayar el patrón. Funciona muy bien. Muy, muy bien, amigo. Matamos dos pájaros de un tiro. Seguimos marchando hacia la etapa final, y al mismo tiempo recaudamos dinero para financiar nuestras otras operaciones. ¿Entiende a qué me refiero? Claro que de cuando en cuando tropezamos con un cliente que no entiende. Hay gente que no respeta la eficiencia, ¿sabe? Pero el patrón siempre está conforme con los sacrificios. Eso ayuda a mantener lubricados los engranajes.
Harold no contestó. Una palabra daba vueltas y vueltas en su cabeza, y esa palabra era «sacrificio». Interiormente veía al topo escupido de abajo de la destartalada cortadora roja. Se levantó lentamente, como un viejo semiparalítico.
—Por supuesto —asintió, y sólo se le ocurrió repetir un verso de uno de los discos folkrock de Alicia—. Dios bendiga la hierba.
El hombre de la cortadora se palmeó un muslo que tenía el color de una manzana madura.
—Eso está muy bien, amigo. En verdad, está endemoniadamente bien. Veo que usted es una persona comprensiva. ¿No le molestará que anote eso cuando vuelva a la oficina? Podría significarme un ascenso.
—Por supuesto —respondió Harold, mientras se retiraba hacia la puerta trasera y esforzándose por conservar su debilitada sonrisa—. Continúe hasta terminar. Yo iré a echarme una siestecita...
—Cómo no, amigo —dijo el hombre de la cortadora, levantándose de forma portentosa. Harold observó un surco inusitadamente profundo entre el primer y el segundo dedo del pie... casi como si estuviera partido.
—Al principio la gente queda un poco desconcertada —prosiguió el hombre de la cortadora—. Pero se acostumbrará. —Estudió pensativamente la robusta figura de Harold—. En verdad, es posible que usted también quiera hacer la prueba. El patrón siempre anda en busca de nuevos talentos.
—El patrón —repitió débilmente Harold. El hombre de la cortadora se detuvo al pie de la escalinata y miró a Harold Parkette con expresión tolerante.
—Escuche, amigo. Supuse que ya lo había adivinado... Cuando dijo Dios bendiga la hierba y todo lo demás.
Harold meneó cautelosamente la cabeza y el hombre de la cortadora se rió.
—Pan. El patrón es Pan. —Y ejecutó algo intermedio entre una voltereta y un paso de danza sobre el césped recién segado y la cortadora reaccionó estridentemente y empezó a traquetear alrededor de la casa.
—Los vecinos... —empezó a decir Harold, pero el hombre de la cortadora se limitó a agitar la mano alegremente y desapareció.
La cortadora siguió mugiendo y aullando en el jardín de delante. Harold Parkette se resistió a mirar, como si al resistirse pudiera exorcizar el grotesco espectáculo que probablemente los Castonmeyer y los Smith —ambos malditos demócratas— estaban devorando con ojos horrorizados al mismo tiempo que sentenciaban con tono virtuoso «yo te lo había dicho».
En lugar de mirar, Harold se encaminó hacia el teléfono, levantó enérgicamente el auricular, y marcó el número del Departamento de Policía que figuraba en el adhesivo pegado al aparato para los casos de emergencia.
—Sargento Hall —dijo la voz del otro extremo. Harold insertó un dedo en su oreja libre y manifestó:
—Me llamo Harold Parkette. Mi dirección es 1421 East Endicott Street. Quiero denunciar... —¿Qué? ¿Qué era lo que quería denunciar? ¿A un hombre que está violando y asesinando mi césped y que trabaja para un tipo llamado Pan y que tiene los pies partidos?
—¿Sí, señor Parkette? Se sintió inspirado.
—Quiero denunciar un caso de exhibicionismo.
—Exhibicionismo —repitió el sargento Hall.
—Sí. Hay un hombre cortando el césped de mi casa. Está, eh, totalmente...
—¿Quiere decir que está desnudo? —pregunto el sargento Hall, amablemente incrédulo.
—¡Desnudo! —asintió Harold, aferrándose con fuerza a los restos maltrechos de su cordura—. Desnudo. En pelotas. Con el culo al aire. En el jardín del frente de mi casa. ¿Quiere enviar a alguien con urgencia?
—¿Dijo que su dirección es 1421 West Endicott. —inquirió el sargento Hall, atónito.
—¡East! —gritó Harold—. Por el amor de Dios...
—¿Y asegura que está totalmente desnudo? ¿Puede ver sus, eh..., genitales y todo lo demás?
Harold quiso contestar pero sólo pudo emitir un sonido gutural. La estridencia de la cortadora parecía aumentar de volumen, ahogando todos los otros ruidos del Universo. Sintió un nudo en la garganta.
—¿Puede levantar la voz? —exclamó el sargento Hall—. La línea tiene mucha estática...
La puerta del frente se abrió violentamente. Harold giró la cabeza y vio que el pariente mecanizado del hombre de la cortadora irrumpía por la puerta. Detrás del armatoste avanzaba el hombre en persona, siempre totalmente desnudo. Con algo próximo a la locura total, Harold observó que el pelo púbico del hombre tenía un exuberante color verde. Hacía girar la gorra de béisbol en la punta de un dedo.
—Ha cometido un error, amigo —dictaminó el hombre de la cortadora con tono de reproche—. Debería haberse atenido al Dios bendiga la hierba.
—Hable. Hable, señor Parkette.
Harold dejó caer el teléfono de sus dedos insensibles cuando la cortadora de césped empezó a avanzar hacia él, afeitando la pelusa de la alfombra «Mohaw» nueva de Carla, y despidiendo mazacotes de fibra marrón a medida que se adelantaba.
Harold la miró con la misma fascinación con que un pajarillo mira a una serpiente, hasta que llegó a la mesita de servicio. Cuando la cortadora la despidió a un costado, reduciendo una pata a serrín y astillas, Harold pasó por encima del respaldo de su silla, arrastrándola delante de él a medida que retrocedía hacia la cocina.
—Eso no servirá para nada, amigo —dijo afablemente el hombre de la cortadora—. Además, complicaremos la operación. En cambio, si se limita a mostrarme dónde guarda su cuchillo de trinchar más afilado, podríamos liquidar el asunto del sacrificio sin ningún sufrimiento... Creo que el baño de los pájaros será un buen lugar, y después...
Harold le arrojó la silla a la cortadora de césped, que se le había aproximado astutamente por un costado mientras el hombre desnudo distraía su atención, y luego se disparó por el hueco de la puerta. La cortadora contorneó la silla, rugiendo, lanzando una nube de humo por el escape, y al abrir brutalmente la cancela y al saltar por la escalinata, la oyó, la olió, la sintió muy cerca.
La cortadora de césped sorteó el escalón superior como un esquiador en trance de saltar de la plataforma de salto. Harold corrió por el césped recién cortado, pero llevaba el lastre de demasiadas cervezas, de demasiadas siestas. Sintió que se aproximaba, que la tenía sobre los talones, y por fin miró por encima del hombro y se enredó en sus propios pies.
Lo último que vio Parkette fue la parrilla sonriente de la cortadora desbocada, que se empinaba para mostrar sus rejas centelleantes, manchadas de verde, y más arriba la cara gorda del hombre de la cortadora, que meneaba la cabeza con un ademán de benévolo reproche.
—Qué caso tan macabro —comentó el teniente Goodwin cuando terminaron de sacar las últimas fotos. Hizo una seña con la cabeza a los dos hombres vestidos de blanco y éstos se adelantaron por el césped transportando la cesta—. No hace dos horas denunció que había un tipo desnudo en su jardín.
—¿Era cierto? —preguntó el agente Cooley.
—Sí. También telefoneó uno de sus vecinos. Un tipo llamado Castonmeyer. Éste pensó que se trataba del mismo Parkette. Y quizás era Parkette, Cooley. Quizás era él.
—¿Usted cree, señor?
—Enloquecido por el calor —dictaminó el teniente Goodwin con tono grave, y se dio un golpecito con el dedo sobre la sien—. Esquizo-jodi-frenia.
—Sí, señor —respondió Cooley respetuosamente.
—¿Dónde está el resto del cuerpo? —preguntó uno de los hombres vestidos de blanco.
—En el baño de los pájaros —contestó Goodwin. Miró al cielo con aire pensativo.
—¿Ha dicho en el baño de los pájaros? —inquirió el hombre vestido de blanco.
—Eso mismo —asintió el teniente Goodwin. El agente Cooley miró el baño de los pájaros y perdió casi todo su color moreno.
—Un maniático sexual --prosiguió Goodwin—. Eso debía de ser.
—¿Huellas? —preguntó Cooley con voz pastosa.
—Mejor sería preguntar por pisadas —dijo Goodwin. Señaló el césped recién cortado. El agente Cooley lanzó un alarido estrangulado.
El teniente Goodwin se metió las manos en los bolsillos y se meció sobre los talones.
—El mundo —dictaminó con tono circunspecto—, está lleno de locos. No lo olvide nunca, Cooley, Esquizos. Los del laboratorio dicen que alguien persiguió a Parkette por su propia sala con una cortadora de césped. ¿Puede imaginar eso?
—No, señor —contestó Cooley.
Goodwin miró el césped pulcramente cortado de Harold Parkette.
—Bien, como dijo aquel hombre cuando vio a la sueca morena, ciertamente es una noruega de otro color. Goodwin contorneó la casa y Cooley lo siguió. Detrás de ellos quedó flotando un agradable aroma de césped recién segado.
Antes de partir a la que los libros de historia señalan como la última Cruzada, el príncipe Amir Abdusamad Al-Husayni, ordenó al herrero más famoso de la ciudad de Ecbatana, Abdel Wadud, la construcción de una cimitarra que fuera capaz de mantener el filo a perpetuidad. La tarea no fue sencilla para el viejo artesano, que de inmediato pidió a dos expedicionarios, acero de los montes Zagros. Allí, enquistada en un punto casi inaccesible de la ladera oeste de la extensa formación montañosa, se encontraba casi perdida en el corte, una gruta a la que los lugareños llamaban la Caverna de Dios, donde extraían algunos minerales como el hierro, el plomo, el cobre, el paladio y el ferroníquel en su máxima pureza. El herrero poseía los porcentajes exactos de una aleación secreta que había sido transmitida de generación en generación entre los continuadores del oficio de la familia, una aleación que daba al acero una solidez sin igual mezclando el hierro y el carbono, con el paladio. Abdel Wadud, trabajó día y noche entre las altas temperaturas del taller y las miradas inquisidoras de dos soldados del príncipe que habían sido enviados para custodiar y, eventualmente, asegurar que el trabajo se hiciera en tiempo y forma. El herrero concluyó su labor afilando con piedras del Ganges el acero de la hoja, para obtener según sus cálculos, el resultado de la noble solicitud. El detalle final de la construcción fue dado con el grabado del nombre del heredero en el puño de la excelsa artesanía. Sin perder tiempo, entregó al príncipe el extraordinario trabajo diciendo:
-Alteza, no suelte jamás el arma, y ésta lo mantendrá siempre con vida-.
Amir Abdusamad Al-Husayni, partió a la región de la actual República Tunez al encuentro del Rey francés Luis IX, en la que sería la Octava Cruzada. Llevaba consigo el arma más poderosa jamás antes construida. Sin embargo, el príncipe, nunca más volvió a su tierra. La desgracia lo encontró cuando, sin quererlo, su mano vencida por el cansancio soltó la espada.
La cimitarra estuvo extraviada durante siglos, hasta que en las regiones más australes del planeta, el gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, algo extrañado por el grabado de un sable recibido en obsequio, mandó a llamar a un traductor del árabe para desentrañar el significado.
El General José de San Martín, Libertador de América, escribió junto al Sable Corvo entregado en presente al gobernador… “Nunca solté la espada en Batalla”.
Libro: Cartas. Cuentos de pasión, misterio y muerte (2023).
¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!
Messi se la da a Messi, que se despega de Messi y le pide a Messi que pique bien adelante, allá donde anda Messi acelerando frente a la persecución de Messi y con los oídos llenos de las voces de Messi, de Messi y de Messi que le gritan: "Messi, Messi, Messi". Marca Messi a Messi mientras, al costado de la cancha, Messi le dice a Messi: " Sacásela, dale" y Messi le dice a Messi: "Vamos, que lo pasás". Messi saca un derechazo firme y con destino de gol, pero Messi se estira desde un palo formado con una campera de Messi en la Selección hasta el otro constituido por una camiseta de Messi en el PSG y la manda al córner, un córner que Messi estará listo para patear en cuanto Messi proteja un paquete de churros envuelto con papeles de Messi, retire la sombrilla debajo de la que descansa una biografía de Messi y desplace una bolsa que luce la palabra Messi. Cuando Messi impacta en una hermosa número 5 -muy parecida a la de la final del Mundial de Qatar en la que relumbró Messi- que tiene la cara de Messi, el nombre de Messi y el 10 de Messi, Messi brama en el centro del área porque está seguro de que Messi acaba de hacerle un penal al amarrarse de su pantalón de Messi. Messi, que dirige a escasa distancia, convence a Messi de que Messi no le agarra el pantalón de Messi y de que, en efecto, no hay penal, una determinación por la que Messi protesta recubierto de una crema protectora y a la que Messi aprueba mientras sostiene un salvavidas infantil en el que relumbran los ojos de Messi. Cerca, un vendedor se desgañita subastando los choclos que le gustan a Messi a precio de dos por uno. Messi y Messi abandonan el juego, le piden un billete a Messi y aprovechan la oferta.
La escena involucra a niños, niñas, abuelas, bisabuelos, mamás, tíos, papás, primas, laburantes, conocidos y desconocidas que confluyen en un partido tan intenso como informal en una playa de la costa atlántica argentina de enero de 2023. Un viejo al que tempranamente abrigan con un buzo de Messi apostrofa: "Antes, a los compañeros de fulbito en la playa les decíamos 'verde', 'alto' o 'rubio'. Ahora, los de adentro y los de afuera usan algo de Messi". El sol, encantador, es testigo. Está majestuoso, radiante y capaz de abarcar todo. Aunque acaso no sea el sol. Acaso, también, sea Messi,
El 29 de noviembre del 2020, en el minuto 73 del partido Barcelona versus Osasuna, comenzó frente a nuestros ojos una suerte de Odisea del siglo XXI. Ese día Lionel Andrés Messi Cuccittini, al convertir un gol cuatro días después de la muerte de Diego Armando Maradona, decidió brindarle su propio homenaje al exhibir en el festejo la camiseta de Ñuls con la que aquel había debutado en el equipo rosarino en 1993. Así, en el marco de un duelo que se había vuelto medio olímpico (y escandaloso, y polémico, y moralista, y agrietado y todas las cosas que rodearon siempre a la conversación pública sobre el crédito de Fiorito), la espera sobre lo que iba a hacer Messi al respecto se acabó.
Tensa espera, vale aclarar, porque siempre fue así, crispado, el debate sobre el vínculo entre los dos ídolos del deporte franquicia nacional. Messi-Maradona fue desde el vamos el territorio perfecto en donde situar las tropas de la autoflagelación siempre dispuestas en este país en el que la identidad se hierve en salmuera. Lo cierto es que con aquel gesto Messi se colocó, una vez más, en el lugar del héroe y comenzó un arco narrativo realmente excepcional que culminó el 18 de diciembre de este año, en el césped del estadio Lusail.
Una odisea rosarina en pleno siglo XXI. Así como el relato del siglo VII a.C. comenzaba con un concilio de los dioses en donde Atenea pedía la vuelta de Odiseo desde Troya, la versión argentina tuvo como primer canto a la muerte de Maradona y la aceptación explícita de su legado por parte de Messi al ponerse la rojinegra con que aquel jugó el famoso amistoso contra el Emelec con el que inició el corto periplo por la Lepra. La explicación que brindaría Messi meses después sobre cómo eligió esa camiseta, por una puerta abierta en su depósito personal nadie sabe por quién, solo acrecentaría su carácter esotérico.
La Odisea es el mítico poema que narra la vuelta al hogar de Odiseo y sus tropas luego de la guerra de Troya. Es un texto pionero y de los más importantes del fructífero género del homecoming, ese que cuenta las diferentes estaciones en el ciclo vital de una persona y su excepcionalidad. Tan relevante para la cultura occidental resultó este tropo que cuenta con incontables producciones en la literatura, la música y el cine. La novela decimonónica, el rock sinfónico, las road movies o el western, todos ellos tienen un amplísimo stock de relatos sobre el héroe y su viaje por la vida. ¿Por qué no puede pensar en la misma clave entonces al fútbol, acaso el artefacto cultural, digamos, no escolástico, más relevante desde el siglo XX en la cultura popular y en el mainstream deportivo?
Es obvio que el jugador del PSG y de la Selección tiene dimensión totémica para el fútbol en particular y la cultura pop en general. Resulta inverosímil que quien lea esta columna hoy desconozca su lugar como referente mundial del deporte y la cultura, a la par de Michael Jordan, Tiger Woods o Serena Williams. Y, a su vez, es claro que su viaje tiene demasiadas aristas, (como el inicio de su carrera, partiendo de su país a los 13 años para jugar en un club extranjero que estaba dispuesto a financiarle un tratamiento fundamental para su desarrollo), como para sintetizar su ciclo en un par de años.
Pero, por espacio y necesidad de estilizar el argumento, es más que válido concentrarse en el viaje simbólico que comenzó con su gol posterior a la muerte del Diez. De hecho, el propio poema de Homero también empezaba por la mitad de la historia, porque algo tan gigante como la vuelta de Odiseo no puede ser narrado en su totalidad. En el caso del rosarino, la previa involucra su tumultuoso recorrido con la camiseta celeste y blanca: que no cantara el himno con la selección, que no jugara como en el Barcelona, las 4 finales perdidas, la renuncia y vuelta, todos y cada uno de los anteriores mundiales, en fin, un proceso que hoy, a la distancia, hasta empalaga.
Los siguientes momentos del relato del homecoming santafesino no pueden prescindir, claro, del delicado encastre que pudo hacer Lionel Scaloni (con el Chiqui Tapia haciendo de Julio Grondona 2.0) entre la generación del 2014 con una nueva camada que llegaba sedienta de gloria. Por otro lado, es importante anotar que participar luego de Rusia 2018 del recambio para cualquier jugador fue recibir durante meses un rosario de puteadas por parte del periodismo deportivo.
En ese sentido, el armado de los personajes secundarios en esta historia tuvo una cantidad infinita de aristas salientes, que se asemejan más a Los Doce del Patíbulo o a Los Siete Magníficos que a una justa deportiva. El punto de inflexión se dio en la Copa América del 2021. El primer torneo oficial jugado por el combinado albiceleste ya sin Maradona y que finalmente fue coronado con el título, un éxito que clausuró una sequía de casi tres décadas para la mayor. Allí voló la mochila más pesada y el llanto de Messi en el Maracaná fue, en un punto, más desgarrador que en Qatar: había llegado el tiempo de la purga.
Luego, por supuesto, el largo invicto, la Finalísima frente a Italia, y desde ya los propios juegos de Qatar. Los siete partidos del Mundial, como unidad de análisis propia, replicaron la estructura clásica del rise, fall and rebirth, con el inicio fallido frente a Arabia Saudita. Incluso la final con Francia replicó en su propia estructura, oh dioses del Olimpo, eso de caerse y levantarse muchas veces. Una unidad de sentido demencial fueron esas casi tres horas, con un villano perfecto –el joven y ambicioso compañero de equipo del héroe crepuscular–, y el loco del pueblo dándolo todo en la serie de penales.
En fin, un equipo que llenó al país de Asia de titanes, adivinos, gigantes, espíritus y todo con el objetivo de llevarse la victoria final anhelada desde 1986. Dos años en los que Messi y sus Argonautas (si se nos permite tomar otro préstamo de la mitología griega, en este caso del Vellocino de Oro) le regalaron al mundo, y especialmente a nosotros, el más bello y sucio de los relatos mitológicos. El que, desde ya, cerró con Messi levantando con esa capa extraña y kitsch propia de la tradición local, el tan ansiado trofeo. Los millones de personas festejando el martes 20 de diciembre, nada menos, y montando en vivo un carnaval propio del pincel de Brueghel el Viejo fueron el hermoso corolario. La plebe en éxtasis recibiendo a su héroe, una liberación de París sin Segunda Guerra Mundial.
El arco narrativo descrito, si fuera ficción, hasta podría sonar inverosímil, pero no es casi lógico considerando que se trata de Messi. La Pulga, aparte de jugar bien, ha tenido una carrera caracterizada por un profundo y sofisticado sistema de producción de símbolos. Él es, sin dudarlo, una verdadera bestia semiótica, en gran parte como mecanismo de defensa producto de vivir en un ecosistema híper filmado e híper narrado desde siempre. Su personalidad fue escrutada desde su adolescencia a niveles que, es dable suponer, nadie más que él podría comprender y asimilar (o bueno, cierto futbolista zurdo que comenzó su carrera en Argentinos Juniors).
Seguro que un poco como respuesta a ese lugar fetiche que le dieron fue definiendo en todos estos años un liderazgo opuesto a la hoguera pop en la que se supone deben arder los ídolos antes de volverse un joven cadáver. Un referente bien normal con una forma de gestión del grupo sostenida en pequeñas rupturas cada vez más apabullantes. Liderazgo de los tímidos y reconcentrados, siempre medio ido, pero que en el momento menos pensado te la manda a guardar.
Es en la consolidación y mejora de esa clave (y no tanto en la de irse “maradonizando”), que deberían pensarse performances como el “andá pa’ allá bobo”, el Topo Gigio o el gesto de besar la copa en el recorrido para recibir el premio al mejor jugador del Mundial. Poner en valor al puño apretado o el labio fruncido, ese que le permitió esquivar tantas veces el sitial de chivo expiatorio.
Sin la pluma de Homero, Messi un poco sintetizó en una de las tantas entrevistas a su propia odisea con eso de “la vida es tropezar, volver a levantarse e intentarlo otra vez y luchar por sus sueños”. Podrá decirse que la sentencia resulta un poco edulcorada, pero es más que legítima puesta en la boca de la persona que durante casi veinte años tuvo que fumarse de todo. Desde las operaciones del Mundo Niembro (y sus apéndices, ESPN, Liberman, Azzaro, Vignolo, el petiso orejudo creo que es el único que no se sintió tentado a dar su opinión contraria) hasta las ambiciosas elucubraciones sociológicas y neurolingüisticas de plumas como las de Caparrós o Manes. Una década y media siendo el cuerpo en donde se corrió la carrera por descubrir la falla nacional, legitima poder pensar la resiliencia de esa manera simple pero efectiva. Tropezar y levantarse en alguien así es que hablen de vos millones de personas, esa escala jamás debe perderse de vista.
Haber hecho de su normalidad, y de su familia normal, un refugio, es parte fundamental del pasar por la vida de Messi. En momentos de la monetización permanente de la vida privada y en una industria donde la caída del héroe es absolutamente rentable (y por eso tan esperada, para luego llenar pilas de programas de chimentos) su zona de confort fue la cama para “tomar unos mates con Anto”. En estos días que se discute tanto sobre el carácter patriarcal de la familia de los jugadores (y el énfasis que en eso pusieron algunas coberturas), no debería perderse de vista esta dimensión a contrapelo de su normalidad (más allá que Messi también es, claro, una máquina de facturar).
El hecho mismo de no haber “terminado como Diego”, debería ser más claramente testimonio de su vínculo con aquel que argumento de esa mirada que tiende a ver hoy elementos para “sepultar” a Maradona (con todo lo que esa imagen reviste). En el penal de Montiel, el que miró al cielo y pidió por el Diego no fue otro que Messi. Hay que hacer mucho rulo para negar tal filiación. En el 2022 no murió el viejo ideario maradoniano, sino que nació uno nuevo (la letra de la canción Muchachos muestra con claridad las múltiples formas de encastrar uno con el otro). Y esto es lo más saludable de toda la gesta que acaba de concluir: lo refrescante. Se acaba el riesgo de “Maracanización” del relato nacional, de quedarse pegado a un éxito sucedido hace décadas como pasa con la victoria uruguaya contra Brasil en 1950.
La sensación es que el enamorarse del barrilete cósmico estaba dando rendimientos decrecientes en tanto construcción de una memoria. Incluso esa cosa hermosa salida de un cuento de Fontanarrosa que fue el Mundial 90 era hoy más un consumo nostálgico de Boomers y X que una realidad activa en la mente de los sub 40.
Con el fin de la Odisea iniciada en 2020 nació así una nueva fauna, una nueva mitología, con sus personajes monstruosos y perfectos (el 19 de Holanda, la atajada del Dibu contra Francia, el baile a Gvardiol en la semifinal, el DT de Arabia Saudita y su achique). Un nuevo canon que podrá interpelar a las nuevas generaciones por, al menos, otras dos décadas más.
No solo se van los espectros de la derrota luego de Qatar 2022, sino también los de las victorias (que igual seguirán siempre siendo parte de nuestro panteón, claro está). Es posible que por eso pegó tanto el viral de D’Alessandro, el de los volantes argentinos vuelan, porque puso en palabras la renovación.
Nada puede ser más maravilloso para la historia cultural que el viento sur que sopló con la Scaloneta. Messi fungió un poco como el Bizarrap del fútbol nacional, como si le hubiera hecho falta.
Publicado en el diario Perfil el 14 de enero de 2023.
A los 35 años y medio, una edad que es propia del retiro, el rosarino jugó y ganó un Mundial brillante. Qatar 2022 le permite, finalmente, ocupar el primer lugar del podio de todos los tiempos, por encima de Pelé y Maradona.
Cuenta la historia que Medio Oriente es la cuna de todas las civilizaciones. Acá, muy cerca de Qatar, en el corazón de la vieja Mesopotamia, fueron los sumerios quienes se asentaron en algún lugar del actual Irak y no sólo comenzaron a desentrañar el funcionamiento del universo a través del estudio de los astros, sino que desarrollaron un sistema de signos para que la historia se empezara a escribir. Cinco milenios y medio después, Medio Oriente volvió a ser el centro del mundo. Un lugar fundacional en el que la historia del deporte se reescribió por enésima vez. Es que el sitio que fue la cuna de todas las civilizaciones se convirtió en el escenario donde Lionel Messi, por fin, quedó ungido como el futbolista más grande e influyente de todos los tiempos.
Porque a partir de este domingo 18 de diciembre, después de que el capitán de la Selección Argentina y líder espiritual de la Scaloneta alzara la Copa del Mundo en el estadio Lusail, la historia del fútbol se dividió indudablemente entre lo que ocurrió antes de Messi y lo que ocurrirá después de Messi. Y todo gracias a la coronación del más brillante y más único de todos los astros.
Nunca en la historia del fútbol hubo un jugador tan influyente durante tanto tiempo como Messi. Se sabe: el lugar común nos hace saber que las comparaciones son odiosas y que sobre gustos, a pesar del vital aporte de los sumerios, no hay nada escrito. Por eso, a medida que avancen sobre este texto redactado al calor del asombro por lo que acabamos de vivir y de la veneración por lo que disfrutamos desde hace más de 15 años, asomarán las objeciones.
Muchos que dirán, con sus razones, que no hubo ni habrá nadie que le pueda discutir el trono a Pelé. Otros muchos dirán, con válidos argumentos, que no hubo ni habrá nadie que le pueda discutir el trono a Maradona. Sin embargo, la discusión parece haber quedado zanjada después de lo que hizo Messi en este Mundial que se jugó a las puertas del desierto, en un país tan exótico como cuestionado y tan diferente como mágico.
Nadie se olvidará de Qatar. No será por el petróleo y el gas. No será por la fastuosidad de sus construcciones. Será porque fue el Mundial de la redención eterna de Messi.
No hubo futbolista en la historia que se sostuviera en tan alto nivel durante tanto tiempo. Un reinado de casi dos décadas que, lejos de entrar en un declive lógico por el inevitable paso del tiempo, encontró su momento cumbre en la recta final de su carrera.
Porque Messi ya no es más el chiquitito que se quedó mascando chicle y haciendo globos esperando una chance que nunca llegó en el banco de suplentes de Alemania 2006.
Porque Messi ya no es el joven que increíblemente, cosa de mandinga, no pudo acertar ni un tiro al arco en Sudáfrica 2010. Porque Messi ya no es el que le faltó el gol en las rondas decisivas de un sobresaliente Brasil 2014.
Porque Messi ya no es el líder de un equipo sin rumbo ni conducción, como padeció en Rusia 2018.
Messi tuvo que esperar cinco Mundiales y 26 partidos para cruzar finalmente, a bordo de una Scaloneta que nunca te deja a gamba, el umbral que le permitió sentarse con legitimidad absoluta en el trono. Ese trono imaginario que hace tiempo merecía y reclamaba, pero muchos injustamente le negaban porque remarcaban que no había ganado el trofeo más importante de todos. Ya lo ganó.
Ya se acabó.
Las discusiones carecen de sentido. Lo de Messi en Qatar fue épico. Sus goles, sus asistencias y sus gambetas se viralizaron y se seguirán viralizando hasta la eternidad. También su entrega, sus broncas, sus alegrías. Se lo acusó de andar “maradoneando” partido tras partido acá en Qatar, pero en realidad lo que hizo Messi en este último mes fue ser más Messi que nunca. Irrepetible.
Un dato nada menor es la edad. El capitán argentino tiene 35 años y seis meses. Y se puso al hombro un muy buen equipo que lo contiene más que nunca y que lo hace disfrutar como nunca antes. El Messi auténtico. Sin bloqueos. Sin intermediarios con su destino. El Messi en estado salvaje.
Los números no mienten
¿Qué andaban haciendo Pelé y Maradona a esa edad, avanzada para un futbolista?
El mito brasileño, que ya estaba disfrutando de una jubilación de lujo en el Cosmos de los Estados Unidos, llevaba cinco años lejos de la camiseta verdeamarela tras su actuación antológica en México 1970 que hizo que la Copa Jules Rimet se fuera para siempre a su país. Por entonces, su carrera merodeaba el final. En su currículum tenía 765 partidos jugados y 725 goles entre Santos, Cosmos y el seleccionado.
En el entonces llamado Scratch du Oro, Pelé ya había cerrado la cuenta con 92 presentaciones y 77 gritos sagrados, de los cuales 14 y 12 fueron en Mundiales. Eso sí: jugó cuatro Mundiales y ganó tres. Ese es su principal argumento para reclamar el trono por siempre.
Maradona, a los 35 años, estaba suspendido por culpa de la efedrina que le cortó las piernas en el Mundial de Estados Unidos 1994 y, tras una breve experiencia como entrenador en Mandiyú de Corrientes, se probaba otra vez el traje (literalmente) de DT en Racing, junto a Carlos Fren. Fue antes de que volviera a calzarse los cortos para retirarse en Boca.
Ya estaba lejos de ser el barrilete cósmico que hacía jugadas parecidas a las que hizo Messi en las últimas semanas, acá en Qatar.
Por entonces, D10S llevaba 690 partidos y 346 goles. Con la celeste y blanca, de la que se había despedido a los 34, había completado una aventura con 87 encuentros y 31 tantos, con un registro de 21 y 8 en Copas del Mundo. Jugó dos finales y ganó una, como Messi. Y le alcanzó para discutirle a Pelé. Y desplazarlo del trono.
La carta de Messi es la vigencia eterna. Y no sólo por jugadas aisladas, como la que será la mejor asistencia de la historia de los Mundiales, cuando sacó a pasear al chico Joško Gvardiol, quince años menor, antes de servirle el gol a Julián Álvarez para el 3-0 sobre Croacia en el último paso hacia la final.
“Había jugado contra Messi pero es un jugador completamente diferente cuando juega con la Selección”, reconoció el defensor del Leipizig, luego de haber quedado inmortalizado como una de las grandes víctimas de Messi en Qatar. Pero no fue sólo una jugada. No fue un único instante de inspiración. Uno se puede detener en cualquier momento de cualquier partido de este Mundial y ver cómo se sacó rivales y más rivales de encima con la facilidad que lo hacía diez años atrás.
Impredecible, incontrolable, Messi, a los 35 años y medio, está más vivo que nunca. Lleva 1.003 partidos en su carrera profesional con 793 goles. Representó a la Selección en 172 partidos y convirtió 98 tantos. Y en Mundiales sumó 26 presencias (récord absoluto) con 13 gritos y 8 asistencias. Impresionante.
Para dimensionar lo que hizo vale compararlo con otro extraterrestre, como Cristiano Ronaldo, que encontró su imprevista parada final en Qatar.
Dos años mayor que Messi, el portugués es el máximo goleador de la historia del fútbol y seguramente lo terminará siendo si es que elige tener una jubilación de lujo en alguna liga exótica y sin mayores exigencias. Sin embargo, vale comparar a Messi actual con el CR7 de 35 años y seis meses. A esa edad, el Bicho llevaba 1.016 partidos con 739 goles. Para Portugal acopiaba 164 encuentros y 99 gritos, de los cuales 17 y 7 habían sido en Mundiales.
Las estadísticas le dan otra vez la derecha a Messi. Y los números se refuerzan. Porque también hay que decir que a los 35 años y medio, cuando la magia de los otros magos ya escaseaba, jugó su mejor Mundial, con 7 goles y 3 asistencias, por encima del hasta ahora mejor Messi en Mundiales, en Brasil 2014, cuando Argentina fue finalista y la Pulga terminó “apenas” con cuatro gritos y un pase gol.
Pero no sólo fue el Mundial de Messi. Fue el mejor año de Messi en la Selección. Y todo, perdón por la insistencia, con 35 años y medio. Como si supiera que sería el último, terminó 2022 con 18 goles y 6 asistencias en 14 partidos para romper sus propias marcas. Es colosal. Incomparable. El mejor año calendario de Pelé con Brasil fue 1959, cuando tenía 19 añitos y metió el disparate de 11 goles en 9 partidos para el Scratch.
Para Maradona, como no podía ser de otro modo, el mejor año en la Selección fue el 86: 7 gritos en 10 compromisos. Diego tenía 26 años y se llevaba el mundo por delante ya convertido en deidad para los napolitanos. No es azarosa la comparación. Es una nueva muestra de la vigencia de Leo.
Es cierto que Messi gozó de una ventaja sustancial. El fútbol hasta la década del ‘90 no se preocupaba demasiado en cuidar a sus figuras. Patadas criminales o sacapartidos como las que sufrieron Pelé y Maradona durante sus carreras, por fortuna, casi nunca llegaron a lastimar a Leo. Los árbitrajes son más exigentes. Y también son más rigurosos los entrenamientos y los planes nutricionales que hacen que una carrera se pueda estirar mucho más en el tiempo. Pero también hay que cuidarse. Y Messi, en ese sentido, debe estar en el top tres de los jugadores que más se cuidan. Y la pregunta que lo hace diferente: ¿Cuántos jugadores con 35 años y medio lograron ser las figuras indiscutidas de un Mundial?
Más números que sirven como aval. Messi es el primer argentino que jugó cinco Mundiales -comparte el honor con otros siete futbolistas de otras nacionalidades- y el primero en marcar goles en cuatro diferentes -CR7 anotó en cinco distintos-. Tiene el récord absoluto de partidos y de minutos en cancha en Copas del Mundo. También es el que más asistencias dio desde 1966 y el que más veces fue capitán. No se puede medir simplemente en números. Pero se puede pensar, argumentar y escribir sin tapujos: Messi es el mejor jugador de la historia del fútbol.
Tuvieron que pasar cinco milenios y medio para que se produjera una nueva revelación en la vieja Mesopotamia. Otra vez en Medio Oriente, en el lugar donde nacieron las civilizaciones, el lugar donde nació la escritura y se escribieron los libros sagrados. Allí, el mundo del fútbol confluyó para ungir a su nuevo rey. A su nuevo dios. Y no hay lugar para las discusiones. Se llama Lionel Messi.
Que así sea.
Amén.
Allahu akbar.
"Leyenda. Argentina Campeón del Mundo". Edición especial de Clarín.