Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Uno de los mejores cuentos de fútbol jamás escritos es de Osvaldo Soriano y se llama “El penal más largo del mundo”. Seguro que muchos de ustedes lo conocen. Debe haber salido publicado muchas veces. Yo lo tengo en una edición de 1994 de Cuentos de los años felices, en un volumen que está envejeciendo bien: la encuadernación está impecable, las hojas se están poniendo amarillas desde los bordes hacia el centro y el perfume del libro está empezando a crecer, de a poco, a medida que yo también envejezco.
Pero me estoy yendo por las ramas, porque lo que quiero es hablar del cuento y no del libro. En realidad, seguro que muchos de ustedes conocen esa historia. Uno de esos relatos de fútbol patagónico que Soriano escribía tan bien que uno nunca sabe si son inventos o son recuerdos, y uno quiere que sean recuerdos porque sospecha que el mundo sería un lugar más humano si lo que Soriano cuenta hubiese sucedido, alguna vez, en algún sitio.
Otra vez me estoy yendo del asunto. Me pasa siempre que hablo de gente a la que admiro, y a Soriano lo admiro y mucho. Pero volvamos. Decía que el cuento es de esos cuentos de Soriano en los que sopla el viento, y los jugadores intentan dominar el balón en canchas chúcaras y pedregosas y los horizontes son interminables aunque de vez en cuando los corte una línea de álamos.
El club es el Estrella Polar y juega horrible. Están acostumbrados a perder, a pasar desapercibidos. Es normal. Muchas veces en la vida toca eso. Pero en 1958 la suerte o el destino les regala una racha ganadora de esas que no suceden casi nunca. También es normal. Algunas veces, muy pocas, en la vida toca eso. Y el asunto es que llegan a la última fecha con chances de salir campeones siempre y cuando ganen de visitantes contra Deportivo Belgrano. Y contra todos los pronósticos y desafiando las más inverosímiles probabilidades, consiguen, a los 42 minutos del segundo tiempo, ponerse arriba 2 a 1 y acariciar el título. En ese momento, el árbitro Herminio Silva ve peligrar su futuro y cobra un penal inventado a favor de Belgrano, para poner las cosas en orden. Pero estalla un tumulto de piñas y montoneras que obliga a suspender el cotejo hasta el domingo siguiente. Siete días de espera. Siete días para jugar, sin público, los veinte segundos que faltan de partido. Veinte segundos para patear el penal que está cobrado. Y ahí es donde entra nuestro héroe. Me corrijo: mí héroe. Que nadie está obligado a compartirlo si no quiere.
Mi héroe es el Gato Díaz. Un arquero gastado que fecha tras fecha se aproxima a los cuarenta años y al retiro. Un morocho feo, de pocas palabras. Un nadie al que, de repente, la historia parece ubicar en el foco inminente de la gloria. Si el penal se transforma en gol, el Gato seguirá siendo nadie. Pero si lo ataja, lo espera el bronce. Así de simple, de cruel y de directo.
Avanza la semana y crece la ansiedad de todo el mundo. Todos especulan con la hazaña, pero la hazaña no depende de ellos, sino de ese arquero que acepta que todos los hombres del pueblo le pateen un penal para entrenarlo o que juega a los naipes en la sede del club mientras intenta escudriñar las intenciones del delantero que, a la misma hora y en otro pueblo, padece su propio desvelo.
Y acá viene lo que quiero contar, y lo que convierte al Gato Díaz en mi héroe. Supongo que se hacen una idea. El pueblo entero ha detenido el tiempo y no puede hablar de otra cosa. El Gato no puede salir de su casa sin que una corte de curiosos lo siga, unos pasos atrás, dudando si dejarlo solo o abrumarlo con consejos y bendiciones. Las viejas rezan por él y los tipos le envidian la suerte.
En esa atmosfera irrespirable por la admiración y la ansiedad, el empleado de la bicicletería le pone palabras a lo que todos sienten, cuando le ruega que lo ataje. En su primera frase, el Gato ya muestra que es distinto. Que su cabeza no va al mismo corral que el resto del rebaño. Porque sin aspavientos le pregunta al bicicletero: “¿Qué me cambia eso?”. El otro no tiene problema en aclarárselo. Pobre Gato, está nervioso, seguro. Está nervioso y hay que explicarle hasta las verdades evidentes. Y entonces le aclara que si lo ataja, “nos consagramos todos”.
¿Y saben lo que le contesta el Gato Díaz? No se olviden de que está presente medio pueblo. Medio pueblo pendiente de lo que diga su héroe perentorio. Medio pueblo que contiene la respiración porque necesita que ese arquero los tranquilice y les demuestre que está listo para colocarlos a todos en el cielo impoluto de la inmortalidad futbolera.
Pues bien. El Gato Díaz hace una mueca breve y le contesta: “Yo me voy a consagrar cuando la rubia Ferreira me quiera querer”.
Eso es todo. Será que es 1958. O que el Gato se lo dice al empleado de una bicicletería en un pueblo ignoto, barrido por el viento, en lugar de declarar sandeces frente a cincuenta micrófonos. Pero el Gato Díaz sabe lo que quiere de la vida. Lo que más quiere. Seguro que quiere salir campeón. Pero mucho más que salir campeón, quiere que la rubia lo quiera.
La declaración del Gato no está para ser titular de ningún suplemento deportivo. Porque el Gato no acepta la extorsión fácil de que el fútbol es todo; ni los campeonatos, el paraíso; ni las vueltas olímpicas, la salvación eterna; ni eso de que hay que ganar o ganar.
A contramano de una época en la que nos machacan con esas frases de sobrecito de azúcar, el Gato tiene la presencia de ánimo de pensar distinto y de decirlo. Nada de la gloria o Devoto. Nada de dejar la vida en la cancha. Nada de ganar a cualquier precio.
Seguro que el Gato quiere salir campeón. Seguro que el Gato quiere sentir, el domingo siguiente, en los dedos, el golpe abrupto de esos gajos resecos de ese balón postergado. Pero lo que me gusta del Gato es que no se engaña. No se confunde. Sabe que lo más importante del mundo es el mundo. No el fútbol.
Cualquiera que lea estas líneas podrá detenerse aquí, levantar la vista e increparme: ¿De qué te las das, Sacheri, si sos un loco del fútbol? ¿No te sentiste en la gloria cuando saliste campeón? ¿No te pasaste meses con insomnio cuando te fuiste al descenso?
Y mi respuesta será que sí. Que eso es verdad. Pero eso es porque yo soy un estúpido, no porque esté bien que lo sea. Porque yo no tengo la sabiduría del Gato Díaz, que se planta frente a un pueblo entero con la misma serenidad con la que el domingo siguiente se plantará frente a Constante Gauna, el delantero de Deportivo Belgrano, para decirles que no, que momentito, que una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa.
Después el cuento sigue, pero yo no voy a contarles cómo, porque Soriano lo hace mucho mejor y vale la pena ir a buscarlo. Sepan, nomás, que el sábado el Gato irá con la rubia al cine y a pasear en bicicleta por la orilla del río. Que el domingo los equipos de Deportivo Belgrano y Estrella Polar saldrán a la cancha rodeados de tribunas vacías. Que la gente del pueblo se subirá a los techos y se gritará de calle a calle las noticias de lo que vaya sucediendo. Que Constante Gauna iniciará, a las cuatro menos cuarto de la tarde, la corta carrera necesaria para patear por fin ese penal endemoniado. Y que el Gato se pasará todo el rato pensando en su destino, pero no en su destino con minúsculas de “me tiro a la derecha” o “me tiro a la izquierda”, sino en ese otro destino que lo deslumbra y que recién se resolverá cuando sea de noche, cuando vaya al baile, cuando, por fin, esté frente a frente con la rubia Ferreira. Ese destino que sí es capaz de consagrarlo.
Ahí se los dejo al Gato, agazapado, en puntas de pie, con los ojos semicerrados. Diciéndome desde las páginas de un cuento inolvidable que en el fútbol, como en la vida, hay algo más importante que las victorias y las derrotas. Mucho más importante. Con quién te toque compartir eso de ganar y eso de perder.
Revista El Gráfico (2015).
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