martes, 26 de diciembre de 2023

El hombre de la cortadora de césped - Cuento de Stephen King

 
Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

En otros tiempos, Harold Parkette siempre se había enorgullecido de su césped. Era propietario de una gran cortadora plateada, una «Lawnboy», y le pagaba cinco dólares por cortar el césped al hijo de un vecino para que la empujara. En aquellos tiempos Harold Parkette escuchaba por radio los partidos de los «Bostón Red Sox», con una cerveza en la mano y con la convicción de que Dios estaba en el cielo y de que todo andaba bien en el mundo, incluyendo su césped. Pero el año pasado, a mediados de octubre, el destino le jugó una mala pasada a Harold Parkette. Mientras el muchacho cortaba el césped por última vez en la temporada, el perro de los Castonmeyer persiguió al gato de los Smith hasta debajo de la cortadora.

La hija de Harold vomitó medio kilo de helado de cereza sobre la falda de su vestido nuevo, y su esposa tuvo pesadillas durante toda la semana siguiente. Aunque llegó después del episodio, tuvo tiempo de ver cómo Haroíd y el chico, cuyas facciones se habían puesto verdes, limpiaban las cuchillas. Su hija y la señora Smith estaban al lado de ellos, sollozando, aunque Alicia había tenido tiempo de cambiarse el vestido por unos vaqueros y uno de esos repulsivos jerseys ceñidos. Estaba chalada por el muchacho que cortaba el césped.

Después de escuchar durante una semana cómo su esposa gemía y sorbía mocos en la cama vecina, Harold resolvió desprenderse de la cortadora. De todos modos no la necesitaba realmente, pensó. Ese año había contratado un muchacho, el año próximo contrataría además una cortadora. Y quizá Carla dejaría de quejarse en sueños. Quizás incluso podrían reanudar su vida sexual.

De modo que llevó la «Lawnboy» plateada a la gasolinera de Phil Sunoco, y él y Phil regatearon un rato. Harold salió con un flamante neumático Kelly y el depósito cargado de súper, y Phil colocó la «Lawnboy» plateada junto a uno de los surtidores con un cartel que decía EN VENTA.

Y ese nuevo año Harold siguió dejando para más adelante la contratación indispensable. Cuando por fin se decidió a llamar al muchacho del año anterior la madre le informó que Frank se había ido a la Universidad. Harold meneó la cabeza, atónito, y se encaminó hacia la nevera en busca de una cerveza. ¡Cómo volaba el tiempo! Dios, cómo volaba.

Aplazó la contratación del nuevo muchacho y dejó que pasara mayo y después junio y los «Red Sox» continuaban atascados en el cuarto puesto. Los fines de semana se sentaba en el porche de la parte posterior de la casa y observaba con expresión taciturna cómo una sucesión interminable de jóvenes que nunca había visto antes lo saludaban fugazmente antes de llevarse a su pechugona hija al antro local de iniquidades. Y el césped prosperaba y crecía maravillosamente. Ése era un excelente verano para la hierba: tres días de sol seguidos, casi cronométricamente, por uno de llovizna.

A mediados de julio eso parecía más una dehesa que el jardín de una residencia, y Jack Castonmeyer empezó a hacer toda clase de bromas de pésimo gusto, algunas de las cuales giraban alrededor del precio del heno y la alfalfa. Y la hija de Don Smith, Jenny, de cuatro años, tomó la costumbre de esconderse allí cada vez que le servían harina de avena en el desayuno o espinacas en la cena.

Un día, a fines de julio, Harold salió del patio durante un intervalo del partido, y vio una marmota gallardamente instalada en el camino interior cubierto de malezas. Resolvió que había llegado la hora. Apagó la radio, cogió el periódico, y buscó la sección de anuncios clasificados. Y a mitad de la columna de Varios encontró esto: Cortamos césped. Precio razonable. 776-2390.

Harold marcó el número, esperando que lo atendiera una señora atareada con el aspirador, que a su vez llamaría a gritos a su hijo. En cambio, una voz eficientemente profesional dijo:

—Casa Pastoral de Servicios de Jardinería y Exteriores..., ¿en qué podemos servirlo?

Harold le explicó cautamente a la voz en qué podía servirlo la Casa Pastoral. ¿De modo que habían llegado a ese extremo? ¿Los cortadores de césped montaban su propia empresa y tomaban empleados de oficina? Preguntó la tarifa y la voz le indicó una suma razonable.

Harold colgó con una sensación latente de inquietud y volvió al porche. Se sentó, encendió la radio, y miró por encima de su césped exuberante cómo las nubes se desplazaban lentamente por el cielo del sábado. Carla y Alicia habían ido a visitar a sus suegros, y la casa estaba a su disposición. Recibirían una sorpresa agradable si el muchacho que venía a cortar el césped completaba su trabajo antes de que ellas volvieran.

Abrió una cerveza y suspiró mientras escuchaba la narración de los fallos de su equipo favorito. Una brisa tenue sopló por el porche abrigado. Los grillos chirriaban plácidamente entre las altas hierbas. Harold gruñó algo desagradable sobre los «Red Sox» y se adormeció.

Media hora más tarde, se despertó sobresaltado al oír el timbre de la puerta. Volcó la cerveza al levantarse para ir a abrir la puerta.

En la escalinata de entrada aguardaba un hombre vestido con un mono manchado de jugo vegetal. Masticaba un mondadientes y era gordo. La curva de su abdomen formaba una protuberancia tan grande, debajo del mono azul desteñido, que Harold casi sospechó que se había tragado una pelota de baloncesto.

—¿Sí? —preguntó Harold Parkette, aún medio amodorrado.

El hombre sonrió, hizo rodar el mondadientes de un extremo al otro de la boca, tiró de los fondillos de su mono, y después levantó un poco sobre su frente la gorra verde de béisbol. Sobre la visera de ésta había una mancha de aceite de máquina. Y siguió sonriendo a Harold Parkette, con su olor a césped, a tierra y a aceite.

—Me envía Pastoral, amigo —anunció jovialmente, mientras se rascaba la ingle—. Usted telefoneó, ¿no es cierto? ¿No es cierto, amigo? —No dejaba de sonreír.

—Oh. Por el césped. ¿Usted? —Harold lo miró boquiabierto.

—Sí, yo. —El hombre de la cortadora de césped lanzó una carcajada en la cara de Harold abotargada por el sueño.

Harold se apartó impotente y el hombre de la cortadora de césped irrumpió delante de él por el vestíbulo, atravesó la sala y la cocina, y salió al porche de la parte posterior. Ahora Harold sabía quién era el hombre y todo estaba en orden. Había visto antes a otros tipos de esa catadura, que trabajaban en los equipos de saneamiento y de reparación de carreteras, en la autopista. Siempre disponían de un minuto para apoyarse sobre sus palas y fumar un «Lucky Strike» o un «Camel», mirando a los demás como si ellos fueran los dueños del mundo, capaces de sacarte cinco dólares o de acostarse con tu esposa cuando se les antojaba. Harold siempre les había tenido un poco de miedo a esos hombres: siempre estaban tostados por el sol, siempre tenían un laberinto de arrugas alrededor de los ojos, y siempre sabían lo que había que hacer.

—El trabajo más pesado hay que hacerlo detrás —le informó al hombre, ahuecando inconscientemente la voz—. Es una zona cuadrada y no hay obstáculos, pero la hierba ha crecido mucho. —Su voz volvió al registro normal y de pronto se disculpó—: Temo que me descuidé.

—No se apure, amigo. No se preocupe. Bien, bien, bien. —El hombre de la cortadora de césped le sonrió con mil chistes de viajantes en la mirada—. Cuanto más alto, mejor. Ésta es una tierra sana, por Circe. Es lo que siempre digo.

¿Por Circe?

El hombre de la cortadora de césped inclinó la cabeza hacia la radio.

—¿Es hincha de los «Red Sox»? Mi equipo es el de los «Yankees».

Volvió a entrar en la casa pisando con fuerza y atravesó el vestíbulo. Harold lo miró hoscamente.

Se sentó de nuevo y observó un momento con expresión acusadora el charco de cerveza que había bajo la mesa. La lata volcada de «Coors» estaba en el centro. Pensó en la posibilidad de traer la bayeta de la cocina y decidió que no corría prisa.

No se apure. No se preocupe.

Abrió el periódico en la sección financiera y estudió circunspectamente las cotizaciones de cierre. Como buen republicano, consideraba que los ejecutivos de Wall Street ocultos detrás de la tipografía encolumnada eran por lo menos semidioses de segundo orden...

(¿Por Circe?)

...y muchas veces lamentó no entender mejor el Verbo, tal como lo proclamaban no desde la montaña ni sobre lápidas de piedra, sino mediante abreviaturas tan enigmáticas como % y Kdk y 3,28 2/3. En una oportunidad había comprado prudentemente tres acciones de una compañía llamada «Bisomburguesas S.A.», que quebró en 1968, y él perdió íntegra su inversión de setenta y cinco dólares. Sabía que ahora las hamburguesas de bisonte estaban en alza. Eran la mercancía del futuro. Esto lo había discutido muchas veces con Sonny, el barman del «Goldfish Bowl». Sonny le decía a Harold que su desgracia había consistido en adelantarse cinco años a su tiempo, y que debería...

Un súbito rugido ensordecedor lo arrancó del nuevo sopor en el que estaba cayendo.

Harold se levantó bruscamente, derribando su silla y mirando en tomo con los ojos desorbitados.

—¿Eso es una cortadora de césped? —le preguntó a la cocina—. ¿Dios mío, eso no es una cortadora de césped?

Atravesó la casa corriendo y miró por la puerta de delante. Allí no había nada, excepto una destartalada furgoneta verde con las palabras JARDINERÍA PASTORAL S.A., pintadas sobre la carrocería. Ahora el rugido provenía de la parte de detrás. Harold volvió a correr por la casa, irrumpió en el porche posterior, y se quedó petrificado.

Era obsceno.

Era una parodia grotesca.

La vetusta cortadora roja, motorizada, que el gordo había traído en su furgoneta, funcionaba sola. Nadie la empujaba y, en verdad, no había nadie a un metro y medio de ella. Corría frenéticamente, arrasando la hierba infortunada del jardín posterior de Harold Parkette como un vengativo diablo rojo directamente salido del infierno. Aullaba y bramaba y expulsaba un aceitoso humo azul con una forma alucinada de demencia mecánica que enfermaba de terror a Harold. El olor pasado de maduro de la hierba cortada flotaba en el aire como los vahos de un pino agrio.

Pero la auténtica obscenidad la constituía el hombre de la cortadora.

El hombre de la cortadora se había desnudado, quitándose hasta la última prenda. Sus ropas estaban pulcramente dobladas en el baño para pájaros vacío que se levantaba en el centro del jardín posterior. Desnudo y manchado de savia, se arrastraba más o menos un metro y medio por detrás del armatoste, devorando el césped segado. El jugo verde le chorreaba por la barbilla y goteaba sobre su abdomen oscilante. Y cada vez que la cortadora viraba en una esquina, el hombre se levantaba y daba un extraño salto antes de volver a postrarse.

¡Deténgase! —gritó Harold Parkette—. ¡No siga!

Pero el hombre de la cortadora no le hizo caso, y su ululante familiar escarlata ni siquiera disminuyó la velocidad. Incluso pareció acelerar. Su parrilla de acero mellado pareció hacer una mueca a Harold cuando pasó delirando junto a él.

Entonces Harold vio el topo. Debía de haber estado encogido por el terror delante de la cortadora, en medio de la maleza próxima a ser arrasada. Se disparó por la franja va segada, como una despavorida centella marrón, para buscar refugio bajo el porche.

La cortadora modificó su rumbo.

Mugiendo y aullando, se precipitó sobre el topo y lo escupió reducido a una ristra de piel y entrañas. Harold recordó al gato de los Smith. Una vez aniquilado el topo, la cortadora volvió a centrarse en su trabajo.

El hombre de la cortadora pasó arrastrándose velozmente, comiendo el césped. Harold estaba paralizado por el espanto, y se había olvidado por completo de las acciones, los bonos y las hamburguesas de bisonte. Veía cómo el inmenso vientre oscilante se dilataba. El hombre de la cortadora se desvió y devoró el topo.

Fue entonces cuando Harold Parkette se inclinó sobre la cancela y vomitó entre las margaritas. El mundo se tornó gris y de pronto comprendió que se estaba desmayando, que se había desmayado. Se desplomó en el porche y cerró los ojos...

Alguien lo estaba sacudiendo. Carla lo estaba sacudiendo. No había lavado los platos o vaciado el cubo de la basura y Carla se pondría furiosa pero eso no importaba. Con tal de que lo despertara, lo arrancara de esa horrible pesadilla, lo devolviera al mundo normal, la estupenda y normal Carla con su faja «Playtex» y sus dientes salientes...

Dientes salientes sí. Pero no los dientes salientes de Carla. Carla tenía unos dientes de ardilla que le daban un aspecto endeble. En cambio estos dientes eran...

Peludos.

En estos dientes salientes crecían pelos verdes. Casi parecía...

¿Hierba?

—Oh, Dios mío —murmuró Harold.

—Se desmayó, ¿verdad, amigo? —El hombre de la cortadora estaba encorvado sobre él, sonriendo con sus dientes peludos. Sus labios y su barbilla también eran peludos. Todo era peludo. Y verde. El jardín apestaba a hierba y a gasolina y reinaba un silencio demasiado súbito.

Harold se sentó bruscamente y miró la cortadora inactiva. Todo el césped había sido pulcramente cortado. Y no haría falta rastrillar, observó Harold con una sensación de náusea. Si el hombre de la cortadora había omitido devorar una sola brizna, él no la veía. Miró de soslayo al hombre de la cortadora y respingó. Seguía desnudo, gordo, terrorífico. De las comisuras de la boca le chorreaba una baba verde.

—¿Qué significa esto? —preguntó Harold con tono suplicante.

El hombre hizo un ademán con la mano abarcando el jardín.

—¿Esto? Bien, es un nuevo sistema que ha empezado a ensayar el patrón. Funciona muy bien. Muy, muy bien, amigo. Matamos dos pájaros de un tiro. Seguimos marchando hacia la etapa final, y al mismo tiempo recaudamos dinero para financiar nuestras otras operaciones. ¿Entiende a qué me refiero? Claro que de cuando en cuando tropezamos con un cliente que no entiende. Hay gente que no respeta la eficiencia, ¿sabe? Pero el patrón siempre está conforme con los sacrificios. Eso ayuda a mantener lubricados los engranajes.

Harold no contestó. Una palabra daba vueltas y vueltas en su cabeza, y esa palabra era «sacrificio». Interiormente veía al topo escupido de abajo de la destartalada cortadora roja. Se levantó lentamente, como un viejo semiparalítico.

—Por supuesto —asintió, y sólo se le ocurrió repetir un verso de uno de los discos folkrock de Alicia—. Dios bendiga la hierba.

El hombre de la cortadora se palmeó un muslo que tenía el color de una manzana madura.

—Eso está muy bien, amigo. En verdad, está endemoniadamente bien. Veo que usted es una persona comprensiva. ¿No le molestará que anote eso cuando vuelva a la oficina? Podría significarme un ascenso.

—Por supuesto —respondió Harold, mientras se retiraba hacia la puerta trasera y esforzándose por conservar su debilitada sonrisa—. Continúe hasta terminar. Yo iré a echarme una siestecita...

—Cómo no, amigo —dijo el hombre de la cortadora, levantándose de forma portentosa. Harold observó un surco inusitadamente profundo entre el primer y el segundo dedo del pie... casi como si estuviera partido.

—Al principio la gente queda un poco desconcertada —prosiguió el hombre de la cortadora—. Pero se acostumbrará. —Estudió pensativamente la robusta figura de Harold—. En verdad, es posible que usted también quiera hacer la prueba. El patrón siempre anda en busca de nuevos talentos.

—El patrón —repitió débilmente Harold. El hombre de la cortadora se detuvo al pie de la escalinata y miró a Harold Parkette con expresión tolerante.

—Escuche, amigo. Supuse que ya lo había adivinado... Cuando dijo Dios bendiga la hierba y todo lo demás.

Harold meneó cautelosamente la cabeza y el hombre de la cortadora se rió.

—Pan. El patrón es Pan. —Y ejecutó algo intermedio entre una voltereta y un paso de danza sobre el césped recién segado y la cortadora reaccionó estridentemente y empezó a traquetear alrededor de la casa.

—Los vecinos... —empezó a decir Harold, pero el hombre de la cortadora se limitó a agitar la mano alegremente y desapareció.

La cortadora siguió mugiendo y aullando en el jardín de delante. Harold Parkette se resistió a mirar, como si al resistirse pudiera exorcizar el grotesco espectáculo que probablemente los Castonmeyer y los Smith —ambos malditos demócratas— estaban devorando con ojos horrorizados al mismo tiempo que sentenciaban con tono virtuoso «yo te lo había dicho».

En lugar de mirar, Harold se encaminó hacia el teléfono, levantó enérgicamente el auricular, y marcó el número del Departamento de Policía que figuraba en el adhesivo pegado al aparato para los casos de emergencia.

—Sargento Hall —dijo la voz del otro extremo. Harold insertó un dedo en su oreja libre y manifestó:

—Me llamo Harold Parkette. Mi dirección es 1421 East Endicott Street. Quiero denunciar... —¿Qué? ¿Qué era lo que quería denunciar? ¿A un hombre que está violando y asesinando mi césped y que trabaja para un tipo llamado Pan y que tiene los pies partidos?

—¿Sí, señor Parkette? Se sintió inspirado.

—Quiero denunciar un caso de exhibicionismo.

—Exhibicionismo —repitió el sargento Hall.

—Sí. Hay un hombre cortando el césped de mi casa. Está, eh, totalmente...

—¿Quiere decir que está desnudo? —pregunto el sargento Hall, amablemente incrédulo.

—¡Desnudo! —asintió Harold, aferrándose con fuerza a los restos maltrechos de su cordura—. Desnudo. En pelotas. Con el culo al aire. En el jardín del frente de mi casa. ¿Quiere enviar a alguien con urgencia?

—¿Dijo que su dirección es 1421 West Endicott. —inquirió el sargento Hall, atónito.

—¡East! —gritó Harold—. Por el amor de Dios...

—¿Y asegura que está totalmente desnudo? ¿Puede ver sus, eh..., genitales y todo lo demás?

Harold quiso contestar pero sólo pudo emitir un sonido gutural. La estridencia de la cortadora parecía aumentar de volumen, ahogando todos los otros ruidos del Universo. Sintió un nudo en la garganta.

—¿Puede levantar la voz? —exclamó el sargento Hall—. La línea tiene mucha estática...

La puerta del frente se abrió violentamente. Harold giró la cabeza y vio que el pariente mecanizado del hombre de la cortadora irrumpía por la puerta. Detrás del armatoste avanzaba el hombre en persona, siempre totalmente desnudo. Con algo próximo a la locura total, Harold observó que el pelo púbico del hombre tenía un exuberante color verde. Hacía girar la gorra de béisbol en la punta de un dedo.

—Ha cometido un error, amigo —dictaminó el hombre de la cortadora con tono de reproche—. Debería haberse atenido al Dios bendiga la hierba.

—Hable. Hable, señor Parkette.

Harold dejó caer el teléfono de sus dedos insensibles cuando la cortadora de césped empezó a avanzar hacia él, afeitando la pelusa de la alfombra «Mohaw» nueva de Carla, y despidiendo mazacotes de fibra marrón a medida que se adelantaba.

Harold la miró con la misma fascinación con que un pajarillo mira a una serpiente, hasta que llegó a la mesita de servicio. Cuando la cortadora la despidió a un costado, reduciendo una pata a serrín y astillas, Harold pasó por encima del respaldo de su silla, arrastrándola delante de él a medida que retrocedía hacia la cocina.

—Eso no servirá para nada, amigo —dijo afablemente el hombre de la cortadora—. Además, complicaremos la operación. En cambio, si se limita a mostrarme dónde guarda su cuchillo de trinchar más afilado, podríamos liquidar el asunto del sacrificio sin ningún sufrimiento... Creo que el baño de los pájaros será un buen lugar, y después...

Harold le arrojó la silla a la cortadora de césped, que se le había aproximado astutamente por un costado mientras el hombre desnudo distraía su atención, y luego se disparó por el hueco de la puerta. La cortadora contorneó la silla, rugiendo, lanzando una nube de humo por el escape, y al abrir brutalmente la cancela y al saltar por la escalinata, la oyó, la olió, la sintió muy cerca.

La cortadora de césped sorteó el escalón superior como un esquiador en trance de saltar de la plataforma de salto. Harold corrió por el césped recién cortado, pero llevaba el lastre de demasiadas cervezas, de demasiadas siestas. Sintió que se aproximaba, que la tenía sobre los talones, y por fin miró por encima del hombro y se enredó en sus propios pies.

Lo último que vio Parkette fue la parrilla sonriente de la cortadora desbocada, que se empinaba para mostrar sus rejas centelleantes, manchadas de verde, y más arriba la cara gorda del hombre de la cortadora, que meneaba la cabeza con un ademán de benévolo reproche.

—Qué caso tan macabro —comentó el teniente Goodwin cuando terminaron de sacar las últimas fotos. Hizo una seña con la cabeza a los dos hombres vestidos de blanco y éstos se adelantaron por el césped transportando la cesta—. No hace dos horas denunció que había un tipo desnudo en su jardín.

—¿Era cierto? —preguntó el agente Cooley.

—Sí. También telefoneó uno de sus vecinos. Un tipo llamado Castonmeyer. Éste pensó que se trataba del mismo Parkette. Y quizás era Parkette, Cooley. Quizás era él.

—¿Usted cree, señor?

—Enloquecido por el calor —dictaminó el teniente Goodwin con tono grave, y se dio un golpecito con el dedo sobre la sien—. Esquizo-jodi-frenia.

—Sí, señor —respondió Cooley respetuosamente.

—¿Dónde está el resto del cuerpo? —preguntó uno de los hombres vestidos de blanco.

—En el baño de los pájaros —contestó Goodwin. Miró al cielo con aire pensativo.

—¿Ha dicho en el baño de los pájaros? —inquirió el hombre vestido de blanco.

—Eso mismo —asintió el teniente Goodwin. El agente Cooley miró el baño de los pájaros y perdió casi todo su color moreno.

—Un maniático sexual --prosiguió Goodwin—. Eso debía de ser.

—¿Huellas? —preguntó Cooley con voz pastosa.

—Mejor sería preguntar por pisadas —dijo Goodwin. Señaló el césped recién cortado. El agente Cooley lanzó un alarido estrangulado.

El teniente Goodwin se metió las manos en los bolsillos y se meció sobre los talones.

—El mundo —dictaminó con tono circunspecto—, está lleno de locos. No lo olvide nunca, Cooley, Esquizos. Los del laboratorio dicen que alguien persiguió a Parkette por su propia sala con una cortadora de césped. ¿Puede imaginar eso?

—No, señor —contestó Cooley.

Goodwin miró el césped pulcramente cortado de Harold Parkette.

—Bien, como dijo aquel hombre cuando vio a la sueca morena, ciertamente es una noruega de otro color. Goodwin contorneó la casa y Cooley lo siguió. Detrás de ellos quedó flotando un agradable aroma de césped recién segado.

Libro: El umbral de la noche (1978).

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