Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
A mi hija Florencia, por hacerme un papá campeón del mundo.
- Papá, tengo miedo de que Argentina no gane el Mundial
La frase de mi hija cuando pasamos a octavos de final fue un puñal al corazón. Como explicarle que en el fútbol y en la vida los fracasos son moneda corriente, y los éxitos parecen excepciones al mandato natural. Que lo importante es ser feliz en el camino.
El Mundial de fútbol es un resumen de la vida en siete partidos. Siete partidos en caso de los exitosos, como en la vida, están quienes se conforman con la mitad, y otros que por azar nacieron en países con mal fútbol quedan resignados a observar y simpatizar por patriotismos ajenos.
Scaloni tiene razón. Son solo partidos de fútbol. No puede ser que alteren la salud de las personas, que sean de vida o muerte. El problema es que Scaloni tiene razón, y en el fútbol a la razón la destroza la pasión. El mundial es una permanente pulsión de muerte. Ni Scaloni tiene la estrategia para torcer nuestro ADN celeste y blanco, mucho menos Diego y Lionel, que asumieron su papel en la historia con orgullo patriótico, al frente de la batalla sin temores, con gesto serio y desafiante se pusieron las cintas de capitanes de la vida de los argentinos y de las argentinas.
En mi niñez, el primer Mundial que viví en cuerpo y alma fue el de Italia. Salíamos a festejar al Monumento tras cada triunfo, y faltó el de la final. También juntábamos las figuritas del álbum y no lo pudimos llenar. El primer presagio de redenciones llegó con el álbum de Italia 90 lleno, que mi hija me regaló antes que empiece su primer mundial que viviría en cuerpo y alma, el de Catar.
Y el fútbol da golpes inesperados, como la vida. Yo era demasiado chico para perder en el debut contra el desconocido Camerún siendo campeón del mundo. No me lo podían explicar. Y mi hija soñaba con la final, cuando la realidad le mostró una derrota contra jugadores de la liga de Arabia Saudita. No lo iba a entender.
Y si en el fútbol no hay razón, hubo que creer. Buscar coincidencias hasta insólitas, hacer promesas, congelar papelitos con jugadores, sentarse en el mismo lugar y con la misma gente, respetar los dígitos del volumen de la tele, ¿qué tiene que ver todo esto con lo que pasa en una cancha a 13 mil kilómetros? Todo. Durante siglos la fe movió montañas, mirá si tanta energía no nos iba a traer la Copa del Mundo.
En el bar donde vimos los partidos, mi hija siempre pidió jugo de manzana, decía que su botellita daba suerte. En la final contra Francia ella no estaba conmigo. El Mundial era nuestro, nos pensábamos a mucha distancia. Y las cábalas son tan inútiles como imprescindibles. El 18 de diciembre la moza me preguntó qué quería para tomar, y cuando estaba a punto de decir “Coca”, dije “jugo de manzana”. Quién puede asegurarme que no estuvo ahí la diferencia entre la mano derecha con la que Goyco no llegó a atajarle el penal a Brehme en el Olímpico de Roma, y el pie izquierdo con que el Dibu nos dio la atajada más trascendente de la historia argentina en Lusail.
Antes, hubo que pasar por todas las situaciones de la vida en siete partidos. Porque para eso sirve el fútbol, y sobre todo el Mundial. Para aprender a encarar la vida. De la desazón de caídas inesperadas, al pánico de poder quedar sin nada cuando apenas empieza la aventura. La vida puede mostrarte que las personas que siempre pensaste que estarían ahí, pueden soltarte la mano de la forma más artera. Cuando se fracturó Pumpido contra la Unión Soviética, Argentina se resignó a jugar el mundial de Italia con un arquero desconocido como Sergio Goycochea, quien voló al corazón de los argentinos cuando más necesitamos de manos fuertes que nos levanten. En Catar aparecieron Alexis, Enzo y Julián, para hacer el trabajo sobresaliente que todos le confiábamos a otros soldados.
Y así como Gardel tuvo su Le Pera. Apareció el pase de tango de Di María a Messi, para que el zurdazo de Lionel esquive todos los sacrificios mayas y aztecas, y se clave como una daga en el corazón del pueblo mexicano. Empezó otro Mundial. Como en aquellos octavos de final de 1990 contra el invencible Brasil. Contra todos los pronósticos y gracias a otro ángel de velocidad habilidosa. Los brasileños avanzaron todo el partido y los palos y travesaños de Turín les negaron el gol, hasta que el Diego los gambeteó, el Cani los vacunó, y el fútbol nos demostró que la vida también tiene éxitos inesperados con triunfos eternos. Que la luz propia de Maradona y Messi jamás eclipse a sus satélites implacables: Claudio Paul Caniggia y Angel Di María.
Así como los ricos también lloran, los genios son imperfectos. Ivkovic le atajó un penal clave a Maradona en 1990 y Szczęsny a Messi en 2022, ambos aseguraban clasificaciones. Como si los dioses argentinos sucumbieran ante apellidos impronunciables. Aquella Yugoslavia y la actual Polonia entendieron que la vida te ilusiona y te destroza en minutos, y ganan los esfuerzos terrenales, los apellidos de potreros.
Se puede discutir si en cada mundial que eliminamos a México vengamos a Codesal, el árbitro que le regaló un penal a Alemania cuando terminaba la final de Italia 90. Pero cuando quedaba un solo país por clasificar y se dirimió entre Australia y Perú, todos los argentinos fuimos por la bandera roja y blanca, por esa patria también alumbrada por el General San Martín. Clasificó Australia, y nos juramos vengar a los hermanos peruanos. Porque cuando cantamos “por los pibes de Malvinas que jamás olvidaré”, lo hacemos con el corazón, y allí en un rinconcito, está Perú y su ayuda también inolvidable. Para qué negar que la venganza existe, si fue lo que sentimos eliminando a Australia.
Cuando clasificamos Definitivamente nos volvimos a ilusionar, y así como Scaloni le dijo a Messi un año antes en San Juan:
- Estamos generando algo grande y la caída puede ser muy dura.
Mi hija lanzó aquello de:
- Papá, tengo miedo de que Argentina no gane el Mundial.
Me limité a decirle que hay que prepararse para todo, porque es muy difícil. Hay que hacer todo bien, y Argentina era de las pocas selecciones que lo hacía, pero además hay que hacerte tu propia suerte, y encima tener suerte. Y que si no se logra, hay que contentarse por intentarlo con pasión y esfuerzo. Como en la vida.
- Me gustaría tener la camiseta de Messi.
Me lo imploró con una carita llena de deseo. Fui corriendo a comprársela. Messi en San Juan le respondió a Scaloni que hay que hacerse cargo e intentarlo, porque se estaban haciendo las cosas bien. Y si salía mal, no pasaba nada, al menos lo habrían intentado. Esa era la respuesta a los miedos de mi hija que como padre le debía. La vida te va a pegar durísimo con derrotas injustas, hay que levantarse y seguir. Como Messi.
Nos pusimos a juntar figuritas porque ella quería la de Messi. En eso aprendió de países, continentes, banderas, idiomas, culturas. Y también la lógica de la oferta y demanda del mercado. Con colas de una hora para comprar un máximo de diez paquetes. Interactuar buscando canjes, y que te pidan cinco por un escudo. Veinte por Messi. Almas caritativas como la de una chica que no conocíamos, y que cambió cinco figuritas suyas solo para que mi hija consiga su anhelo de tener a Messi. Personas que regalaron todas las figus que les sobraron una vez que llenaron. Otras que las vendieron. Redes solidarias de intercambios masivos con personas trabajando a toda hora solo para que los chicos llenen sus álbumes. Y la otra gente, que aprovechó esos intercambios generosos para hacerse de figuritas difíciles y después venderlas pidiendo fortunas. Toda clase de gente, la amable y generosa que se llenó el alma con abrazos agradecidos de nenes y nenas porque llenaron el álbum gracias a ellos; y la gente chanta y ventajera que vio en las figus una manera de hacer plata sin importarle tener una figurita que una criatura desea, y no dársela. Gente que te encontrás en la vida.
Faltaban sensaciones para vivir, porque la vida es compleja, como el fútbol. Dominar a Países Bajos tras la eliminación de Brasil fue una sensación de trámite para conseguir la tercera. Pero en la vida te puede complicar hasta un bobo grandulón como Weghorst, que empató el partido en insólitos diez minutos de descuento. La maldita pelota que no quiso entrar en el suplementario, y todo el esfuerzo que se esfuma cuando las posibilidades se igualan en la definición por penales. Se igualan, cuando tu país no tiene a un arquero majestuoso, como Dibu Martínez o Goycochea, que te asegure la clasificación.
En aquel mundial de Italia aprendí a soportar los latidos del corazón cuando un jugador va desde la mitad de la cancha hasta el punto penal. Cómo explicarle a mi hija que pasó toda una vida y no me puedo acostumbrar. Será el karma de la injusticia de sentir a los napolitanos silbando a Maradona. Karma que terminó con Italia eliminada por Argentina, en su propio mundial, y en un estadio que hoy se llama Diego Armando Maradona.
Los europeos que venden primer mundo y espirit de finesse, amedrentaron por las malas a los pateadores argentinos, hasta que Lautaro puso la pelota y la clasificación donde correspondía. Los pendencieros fueron los naranjas. Argentina es un país de Sudamérica que junto a sus países vecinos son los mejores del mundo, máximos campeones mundiales y continentales de la historia. Genera admiración y rencor en el planeta. Los malos perdedores quisieron mostrarnos como malos ganadores. En la semifinal todos aplaudimos a Modric, en Doha, en Buenos Aires, en la Patagonia, en todos lados. Rival dignísimo que nos amargó en el otro mundial. Argentina respeta a quien te respeta, como aclaró Messi, como pasa en la vida.
Para lo que nadie puede prepararse, es para vivir la final más emocionante de la historia del fútbol. Dos a cero con baile. Diez minutos para terminar y no pasa nada. Tenés todo para ganar. Hasta los fantasmas de las comparaciones jugaban a favor cuando Mbappé empató 2 a 2 en dos minutos. En el 86 pasó lo mismo, y ganó Argentina. Pero hubo que sufrir hasta el final. Como en la vida.
Lloré en cada festejo, aun sin ir siempre al Monumento, me emociona ver pasar argentinos y argentinas festejando en unidad como solo la selección logra.
- ¡Somos el país más lindo del mundo! -Gritó Dibu en vivo desde el colectivo de Doha-.
En la final sí fui al Monumento, me lo debía desde Italia hasta hoy: el festejo final. Canté, salté, lloré, contemplé esa fiesta de banderas celestes y blancas que de fondo tenían carteles luminosos: “Argentina campeón del Mundo” impensados en aquella tecnología de 1990.
Entendí que empezaban a cerrarse todas las cuentas pendientes. Sobre todo cuando de noche, al manejar volviendo a casa sentí el silencio alegre de las calles semivacías, con algún que otro rostro lejano aún sonriente, y en la FM que al azar sonaba en el auto a alguien se le ocurrió poner la canción de Italia 90.
Y más lindo que la felicidad propia, es la felicidad de mi hija. Aquella tristeza que empezó en la final de mi primer mundial, con lágrimas desilusionadas, medallas de plata y derrota digna, terminó en la alegría incomparable de la Copa del Mundo. Yo no le puedo explicar por qué en Italia, Maradona tuvo que insultar a miles de personas que silbaban el himno argentino. Pero ella pudo sentir a millones de extranjeros deseando el triunfo de nuestra bandera para ver feliz a Messi.
La videollamada de mi hija con una sonrisa plena de los ojos a la boca confirmó todo:
- ¡Papá, somos campeón mundial!
Y me mostró un dibujo que hizo desde su corazón: Messi ofrendándole la Copa del Mundo a Maradona en su tumba. Yo le mostré el álbum lleno de Catar 2022, y la alegría fue completa. El fútbol y la vida juntaron mi niñez y la suya, y las pusieron en la cima del mundo.
Estamos llorando desde Italia hasta hoy. Porque los mundiales y la vida dan golpes durísimos. Pero hoy lloramos de otra forma en Argentina, en Banglades, en Perú, en la India, y en las plazas centrales de miles de ciudades en cualquier parte del planeta. Busquen un campeón mundial más festejado y felicitado en la historia del fútbol, no lo van a encontrar. Y eso que las sociedades tienen los mismos problemas de siempre, Argentina ni hablar.
Alguien insólitamente no puede ver más que 22 tipos pateando una pelota, pero Messi levantó la Copa del Mundo y nos la trajo a Argentina. El planeta y nuestro país ahora son lugares más justos. El que cayó y se levantó mil veces. Como este país. Como debemos hacerlo todos.
Buscaremos otra manera de administrar los éxitos y los fracasos. El Mundial demostró que somos el mejor país y el más lindo del mundo. Con la nobleza del mejor jugador y más humilde capitán de todos los tiempos.
- ¡Papá, somos campeones del mundo!
Imposible no volver a abrazarnos con mi hija, llorando de alegría.
Sebastián Sánchez
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