domingo, 10 de diciembre de 2023

El centrohalf que soñaba - Cuento de Rodolfo Braceli

 
Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Eso le pasa por soñar y acordarse del sueño, dijo la anciana vecina de tres casas más allá. Pero nadie le prestó atención, fue como si no hubiera hablado.

Miguel Venancio está enterado desde chico que ella apenas si lee y escribe, pero algunas cosas, la vecina de tres casas más allá, las adivina o las cura: el empacho, el dolor de muela, el hipo de más de dos días. Miguel Venancio nada de eso padece, pero igual va a verla.

–¿Y para qué venís –le pregunta ella– si hijas por casar no me quedan? 

–Quiero acordarme de lo que sueño y no hay caso, no puedo.

–A veces, hijo, mejor no acordarse.

–Para mí no es mejor. Cuando tengo encima un sueño del que no puedo acordarme, se nota mucho en la cancha. Soy un desastre. Es peor que si no me hubiera entrenado. Usted me tiene que ayudar, doña Berta.

–Puedo... Venancio. Pero no sé si debo.

–¿Pero por qué?

–Ya te lo dije: muy peligroso meterse a escarbar la telaraña de la noche. De los sueños mejor no acordarse.

–¿Pero por qué?

–Porque se parecen a la vida. Demasiado.

–Yo, últimamente, dos... tres veces, he soñado algo que debe ser espantoso. No importa lo que sea, pero necesito acordarme, porque si no al otro día estoy metido adentro de un llanto que no me sale por los ojos. Y si el sueño me pesca en la madrugada del domingo, al otro día en la cancha soy de madera. Si sigo así me van a terminar sacando del equipo sin importarles que yo sea el capitán. Doña Berta, tengo que acordarme. Usted puede. Déme una mano.

–Venancio Venancio... hay dos maneras: con frutas o con agua. Si una hora antes de acostarte comés tres duraznos sin pelar, al otro día te acordás de todo clarito. También pueden ser higos, pero higos tienen que ser cinco. Con agua es así: tenés que poner una palangana llena hasta apenas arriba de la mitad; agregále al agua una cucharada de sal y tres de azúcar. Colocála antes de dormir debajo de tu cama, del lado de la cabecera. Pero yo que vos no haría ni lo de las frutas ni lo del agua. Casi siempre mejor no acordarse de los sueños.

La madre y la hermana mayor de Venancio lo ven llevar la fuente enlozada con agua a su pieza. Piensan que es para darse un baño de agua de alibur en un tobillo, o algo así. No le dicen nada. Bien saben que preferible no hablarle cuando se acerca el partido.

Venancio apaga la luz a las once y media pasadas del sábado después de leer las primeras setenta páginas de un libro en el que Pablo de Rokha lo muele a insultos al otro gran Pablo de Chile, Neruda.

Se duerme enseguida.

Mañana siguiente. De sol pleno. No quiere Venancio abrir los ojos al despertar. Está empapado por el sudor aunque afuera de su cuerpo hace frío. El corazón le da puñetazos no latidos. Empieza a respirar hondo, profundo, y paladea el aire como nunca, como si fuera la primera o la última vez. Piensa en voz alta: “Estoy aquí. El sueño ha sido sólo un sueño. Estoy vivo”.

–¡Te llevo el desayuno a la cama! –le avisa su hermana desde la cocina.

Venancio entreabre los ojos recién cuando ella aparece con el jugo de naranja, el café con leche, las tostadas, la manteca y el dulce de ciruela.

Le dice gracias. Y cuando ella se está por retirar la retiene un momento, la mira en silencio, le besa el hueco de la mano. Nunca le había hecho eso.

La hermana se aleja felicísima y enseguida le cuenta a la madre que Venancio ha amanecido dando besos.

La madre viene al instante; se queda allí quieta a su lado, como quien espera lo suyo. Y Venancio la mira como si ella acabara de llegar de un lejano país después de mucho tiempo. Le toma la mano y le deja un beso muy largo en el hueco. Le dice:

–Gracias.

–A una madre no se le dan las gracias.

A las once y media Venancio se va a la cancha con un par de amigos, compañeros de la facultad, que vienen a buscarlo en un Fiat 600.

A las tres y veinte empieza Venancio a caminar por el túnel de áspero cemento, rumbo a la cancha: va al frente, con la camiseta granate de Deportivo Carrodilla que lleva el cinco en la espalda. En el brazo derecho la cinta de capitán. Camina despacio, le gusta demorar ese trayecto y escuchar el ruido crocante de los tapones. Imagina que el piso está tapizado de manises. (Cuando son más de tres, se dice manises no maníes.) Como nunca antes, hoy le hubiera gustado que el túnel fuera más largo. Al llegar al fondo gira a la derecha y empieza a subir los siete escalones finales. Grita con su equipo la consigna de siempre: ¡Corazón y pases cortos! ¡Güevos y pases largos! ¡Corazón y güevos, carajo! Tras el último escalón asoma al sol. La cancha hoy está repleta, seguro que son más de cuatro mil personas. Si le ganan a Bermejo, el puntero, se ponen a sólo un punto y quedan siete partidos por delante. Casi una final. Tres de los cuatro mil espectadores son de Carrodilla. Mientras trota para entonar el cuerpo, Venancio se arrima bien al alambrado de la platea para escuchar con más fuerza el Ca–rro–¡dilla! Ca–rro–¡dilla! Se demora allí. Se demora con el aire como esta mañana con el desayuno. Sus dos manos le están estrujando el pecho de la camiseta. Su padre, al que sólo ve los días de partido, está donde siempre: tercer escalón, dos metros a la izquierda del mástil. Se da Venancio un beso en el puño cerrado y hunde el puño de la mano del corazón en dirección a su papá, un hombre bueno, si es que en el mundo queda un hombre bueno... El padre responde con su beso y con su puño. Así se saludan los dos, siempre, antes y después de cada partido. Hace años, demasiados, que no se hablan. Que no se hablan, pero se miran hondo y se quieren tanto.

Muy reñido, el partido, de trámite parejo, pero Carrodilla aprovecha mejor las ocasiones de gol: 2 a 1. A los 27 minutos del segundo tiempo Venancio recibe la pelota en el borde de su área, avanza tres, cinco metros, ningún rival le sale al encuentro...

... Ningún rival me sale al encuentro, sigo avanzando, pero... ¿qué carajo pasa? Me detengo, piso la pelota. El referí no ha marcado nada y todos de pronto quietos. Me doy vuelta. Veo por la boca del túnel saliendo a unos tipos de traje... son cuatro, cinco, siete los tipos, lentes oscuros, armados tres con fusiles, dos con pistolas. Un par de ellos se queda en la boca del túnel. Los otros ya están adentro de la cancha...

...están adentro de la cancha. Como en mi sueño de anoche. Y se me vienen encima y uno me grita ni se te ocurra correr porque te molemos las patas a tiros... Pero yo pateo la pelota hacia el alambrado de la platea y salgo detrás de ella... y escucho dos disparos y sigo corriendo y llego hasta el alambrado y allí empiezo a trepar voy a saltar... cuando cruzo mi pierna para tirarme al otro lado un culatazo en mi nuca... no me desmayo, me quedo quieto prendido al alambrado... encuentro su mirada sin alarido... la mirada de mi padre que estira sus brazos hacia mí, ya todo nos separa... tranquilo papá... voy con ellos... no me mirés así, es un rato nada más... ya vuelvo, papá...

Con el segundo golpe en un hombro caigo, tengo tres tipos encima, uno de ellos me hunde el arma en la oreja... vamos, arriba, movéte y no te hagás otra vez el loquito porque sos colador aquí mismo, adelante de tu podrida hinchada...

Camina Venancio. Todo le va sucediendo igual exactamente igual que en el sueño... Al llegar a la boca del túnel el tipo que da las órdenes le grita al referí:

–Qué espera, pedazo de pelotudo, ¡siga con el partido!

El referí pide la pelota y ordena un pique. Se reanuda el partido. Aquí no ha pasado nada.

... En el túnel me dan un par de golpes en los riñones. No hace falta que me peguen, voy con ustedes les digo, como les dije en el sueño. En la calle no hay un alma; se escucha el rumor de la tribuna, una jugada con peligro de gol debe haber sido... ahora me meten en un auto azul oscuro. Voy en el asiento de atrás entre dos tipos, el de mi izquierda eructa. Tengo las manos esposadas, ¿cuando lo hicieron?... Yo sé lo que sigue: el tipo que va adelante, al lado del que maneja, me va a hablar sin mirarme: Fue tu partido de despedida, varón. Pero no te aflijás, la vida te dará oportunidades... ahora vas a hacerte cantor... ¿Qué te parece?, ¡cantor! Si yo no sé cantar... Cuando lleguemos enseguida vas a ver qué lindo cantás. El que va al lado del que maneja se saca los anteojos negros, como en el sueño... Fijáte lo que hago, cantor, los tiro por la ventanilla, así nos conocemos mejor. Miráme.

... Me dan dos, tres vueltas de tela adhesiva alrededor de la cabeza, me cubren los ojos. Como en el sueño. Entramos por un camino adoquinado. Como en el sueño. El tipo de mi izquierda estornuda dos veces. Y ahora va a estornudar otras dos veces más. Como en el sueño. No puede ser que a uno le pase exactamente lo que soñó. Enseguida estornudará de nuevo. El chofer le dirá no seas gil subí la ventanilla. Como en el sueño. Y el tipo que tiró los anteojos agregará: Sí, mejor subí la ventanilla, no vaya a ser que el centrohalf se nos refríe, tiene que estar sanito para cantar.

... Pero, ¿será posible? Si todo sigue así estoy salvado, me digo. Siento ahora algo parecido a la felicidad. Esto que ahora me está pasando no es cierto, es también un sueño, lo de tantas veces: un sueño adentro del sueño. Y después vendrá el sabor del aire y la comprobación del sol y la voz de mi hermana diciéndome que me trae el desayuno...

... El auto se detiene. Vamos, terminó el paseo. Me empujan. Vamos. Camina rápido y prestá mucha pero mucha atención. Camino rápido, uno de los tipos me guía con una mano en el hombro. No parece hosca esa mano, hasta podría ser la de un amigo. Pregunto como pregunté en el sueño: ¿por qué me detienen? El único que habló hasta ahora larga una carcajada y dice: Sos gracioso. Las preguntas las hacemos nosotros, cantor. Y siento que afloja el cordón de mi pantaloncito de fútbol. Trato de sujetarlo con las manos esposadas. Como en el sueño.

... Ay, que esto siga así, exactamente igual, porque al final seguro me despertaré... De pronto siento abismo debajo de un pie, caigo, con las manos esposadas no puedo defender mi cuerpo, estrello mi mentón contra el piso... gusto a sangre que sale de mi labio roto... Cantor, ¿te dije o no te dije que prestaras mucha atención al caminar? La voz y la carcajada. Como en el sueño. Vamos, arriba, ya llegamos a casita.

... Ahora el piso es de baldosas. El aire está sucio de humedad. Me arrancan la tela adhesiva. Es una pieza sin ventanas. Una silla. Una camilla. Unos cables. Como en el sueño. Ése que habla me explica con voz asquerosamente suave: Última tecnología, son los cables del micrófono, centrohalf. Me siento en una silla. Escupo la sangre que se me ha juntado en la boca. Como en el sueño. La voz del tipo me dice eso es, muy bien, ponéte cómodo, estás en tu casa. Esas palabras, ni una más, como en el sueño. Y se acerca para repetirme estás en tu casa y siento su aliento... este aliento no estaba en el sueño...

–Entonces no estoy soñando...

–No, no estás soñando. Ya soñaste demasiado.      

Otra voz, voz nueva, desde un rincón oscuro me pregunta:

–¿Cómo decís que te llamás, Venancio?

–Miguel Venancio Sánchez.

–Perfecto. ¿Sabés qué día es hoy?

–Es domingo.

–Si acertás con la fecha te prestamos un pantalón largo, un par de zapatos, una campera y te largamos en cinco minutos. A ver, decíme la fecha.

–14 de agosto.

–¿Y qué más?

–De 1976.

–Bien. Muy bien. Pero... con tan buena memoria mejor no te largamos. ¿Algo para tomar? ¿Café? ¿Té? ¿Whisky?

–Agua. Yo qué hice.

–Andá a preguntarle a tu biblioteca. Hasta la camiseta del club tenés colorada.

–Es granate.

–Mirá vos. Qué pícaro. Granate.

Recibo una trompada en la nariz. Huelo mi sangre.

–También tu sangre es ¿cómo era?...ah, granate. Qué coincidencia. Como tu camiseta. Nada te favorece, centrohalf.

... Recibo una patada en el medio de la espalda. Quedo tendido en el piso. Hace rato que me están sucediendo cosas que no alcancé a soñar. Apenas recupero el aire me sale un alarido:

–¡Hijosderremilputas!, ¡¡¡tengo miedo!!!

–Para que estés más cómodo cuando cantés te vamos a acostar en la camilla. Desnudáte vos. Sos un muchacho grande. Vamos. Apuráte. Que tenemos mucho trabajo.

En la cancha el partido prosiguió. Allí no había pasado nada. Carrodilla con un hombre menos aguantó heroicamente el resultado. Un detalle: correctísimo, el referí le adicionó cinco minutos.

Los espectadores se fueron a sus casas comentando fervorosamente un partido sin gran nivel técnico pero intensamente disputado, realmente emotivo. Todos se fueron enseguida de la cancha, aquel domingo. Todos. Menos un hombre que se quedó sentado dos metros a la izquierda del mástil, en el tercer escalón. Y en ese sitio se lo vería, fuera lunes, fuera martes, miércoles, jueves, viernes, fuera sábado, fuera domingo. Siempre allí en la media tarde, ajeno al sol y a la lluvia. Estuviera solo o con muchos, siempre allí, deletreando el aire, sin una palabra.

Pasaron uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, casi siete años después de aquel domingo 24 de junio. En la celebración del 50ª aniversario del Deportivo Carrodilla se decidió hacer un homenaje por la memoria de Miguel Venancio Sánchez. Las chicas de la rama femenina del club propusieron tejer una corona de claveles rojos con el número cinco en claveles blancos. Pero el vicepresidente del club alertó a tiempo: si Miguel Venancio Sánchez no tenía tumba conocida, ¿dónde iban depositar esa corona? El intercambio de ocurrencias fue fragoroso y orilló la discusión, hasta que el director técnico propuso algo que fue aprobado por unanimidad al punto que se incorporó en los estatutos del club: “Desde el 25 de mayo de 1984 Deportivo Carrodilla saldrá a la cancha a jugar todos sus partidos, sin excepción, sólo con diez jugadores. Sin el número cinco.” Y así sucedería, sin importar que fuera una final o un partido en donde se definiera el descenso.

Y aunque los diez que salían al juego se prodigaran, siempre se iba a notar la ausencia de aquel porfiado muchacho, el que soñaba y quería acordarse de sus sueños.

Pero volvamos a la celebración del 50ª aniversario. La cancha estaba colmada para la fiesta. Ya izadas la bandera patria y la del club, el encargado del discurso central inesperadamente dobló en cuatro el papel con el texto que había preparado, lo guardó en el bolsillo y avisó que no iba a hacer ningún discurso:

–Quiero solamente decir una cosa: A Miguel Venancio Sánchez se lo llevaron de aquí, en pleno partido, hace casi siete años. Éramos en esta cancha más de cuatro mil espectadores. Nadie dijo nada. Nadie hizo nada. Nadie vio nada.  ¿Dónde estábamos?

–¡En la Argentina! ¡Aquí! –gritó un anciano sentado cerca del mástil, en el tercer escalón.

Libro: De fútbol somos (2001).

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