«Mi tenue disculpa se escribe así: recopilar textos propios es acaso soberbio, pero también melancólico. Mira uno viejas fotos de su alma y siente muchas veces esa mezcla de ternura e indignación que producen las antiguas piruetas, ya desechadas por la desconfiada madurez». Alejandro Dolina
Historia de superación para trabajar de su pasión. Nobleza y determinación venciendo burlas y golpes de la vida y de las personas. Un ejemplo desde el escenario más alto para miles de chicas y chicos que la siguen. Contra el ambiente y los prejuicios, la imposición del profesionalismo de una Mujer.
Perdoname. Te voy a extrañar. Mucho. A mí me duele lo que pasó, me duele porque te quedaste sin trabajo y porque a lo mejor ya no nos veremos más. Y yo tengo gran culpa en todo esto, yo lo podría haber evitado. De nuevo te pido perdón, ojalá algún día te pueda ayudar de verdad.
Besos, te quiero, siempre te voy a querer
¿Qué otra persona que no fuera Carolina podría haber escrito esa carta? La leí cuando llegué a la esquina de la redacción y un sol espantoso que me pegaba en la nuca se vengaba de la tormenta del sábado a la noche. Había perdido todo. Todo lo que había tenido el sábado a la noche, cuando en la habitación del hotel Carolina me pidió que "no nos enamoremos". La lluvia se escuchaba, pero en ese momento era imposible pensar en otra cosa, pensar en que era la tercera vez que me mandaban a cubrir un recital y que yo tenia que estar ahí, si era mi trabajo, si era lo que me gustaba, si era para lo que había entrado a la revista. En la primera entrevista, Julio Barnes fue claro: "Ojalá un día escribas crónicas pero vas a empezar por cartas. Esta revista tiene un problema: los lectores no escriben cartas y quiero motivarlos. ¿Qué mejor si tenemos a un tipo que las inventa?" Me dijo lo que iba a ganar me pareció poco pero me dio culpa decirlo y entró Carolina a la oficina. Habló casi en secreto con Barnes y cuando se fue se produjo ese sagrado silencio en el que dos hombres se dedican a contemplar una pollera ajustada y después vuelven a verse a los ojos. Por suerte no dije nada. Alguien después me advirtió que Carolina era la mujer de Barnes.
Me adjudicaron un escritorio, una computadora y me pidieron que escribiera cuarenta cartas por semana para que se publiquen siete u ocho. Y empecé: imaginé a una señora que escribía que lo único que podia salvar a la Argentina era un Fidel Castro pero democrático. Me puse en la piel de un señor que contaba que estaba celoso del perro de su mujer. Al animal lo atendía le hacia la comida, lo sacaba a pasear, lo mimaba dormía la siesta con él. Escribí que un tal Agustín de veintitrés años tenía pesadillas todas las noches. En la última, él era un neumático de un auto de la policía que perseguía travestis. Se pinchaba y los policías lo cambiaban por la de auxilio y lo tiraban a la basura y unos perros callejeros 1o devoraban.
Algunas cartas gustaban y otras no. Carolina las leía y decidía cuáles se publicarían. Me aconsejaba, me criticaba y me decía que tenía pasta y que le recordaba a un novio que había tenido a los veintitrés. Ahora ella tenía veintinueve y yo tenía veintitrés. Barnes era separado, tenía dos hijos y un año atrás había festejado los cuarenta. Se lo veía cansado y estresado. Se lo veía forzando una juventud que empezaba a irse o que ya se había ido. Me decía: "Tenés futuro en la revista, de a poquito vas a ir creciendo". Y yo no confiaba, no confiaba en mí y tenía una teoría que pensaba que nadie me podía refutar: si hacía mal mi trabajo y la sección cartas no tenía repercusión, me mandarían con total justicia a la calle. Ahora, si hacía bien mi trabajo y los lectores mordían la carnada y empezaban a mandar cartas, la revista no me necesitaría y también me mandarían a la calle. Cuando le desarrollé la teoría a Carolina, se mató de risa. Fue un día a las siete de la tarde, cuando algunos fotógrafos se iban a cubrir eventos, algunos periodistas estaban cerrando notas y ella volvía a su casa y yo también. Me preguntó si me podía alcanzar a algún lado. Me podía dejar cerca o en la parada de un colectivo. Fueron tan agradables el viaje y la charla, que al final me llevó hasta mi casa. Nos despedimos rápido porque mi calle era algo silenciosa y oscura No la había elegido yo, pero como el departamento me lo prestaban y era la única oportunidad de vivir solo no pude decir no. "Me voy, no sea cosa que nos pase algo, ¿qué explicaciones damos después?", bromeó Carolina. Antes me tranquilizó, me dijo que si la sección cartas empezaba a funcionar genuinamente con los lectores, me pondrían en otra sección, me ascenderían. Me pidió que no me angustie: "Cuando empezás parece que todo es imposible, pero no. La mía es la típica historia. Era cadeta, después asistente, después desgrababa notas y recién después empecé a escribir. Y ahora soy esta especie de coordinadora de redacción. Y todavía me doy el lujo de escribir. Y te aclaro algo: mi relación con Barnes empezó después de que me nombrara coordinadora de redacción. Te lo aclaro, igual ya no me importa lo que digan. Yo sé lo que valgo y sé que mañana puedo dejar de ser la pareja de Barnes pero que si mi trabajo lo hago bien el puesto lo voy a conservar".
Carolina nombraba su pareja por el apellido Pensé una carta de una lectora que decía que nunca tenía intimidad con su marido porque se llamaban por el apellido. Enseguida censuré la idea, no me gustó Pero la dejé anotada porque podía ser disparador para otra buena de verdad. Todo el día pensaba en cartas. Cuando publicaron las primeras ocho, me sentí útil. A la segunda semana publicaron otras ocho y de a poco los lectores empezaron a escribir y Barnes me aclaró que yo tenía que seguir "al pie del cañón, hasta que se establezca la sección". Polemicé con lectores verdaderos, con lectores inventados, polemizaron lectores sin que yo me metiera. La sección se estableció. Y una tarde, a las siete, cuando Carolina me llevaba a casa, confesó: "No debería decirte esto, pero confío en vos. Sé que vas a aguantar hasta mañana y además que no tenés a quién comentarle lo que te diga. Bueno, preparate para la gran noticia. Mañana Barnes te va a ofrecer que vayas a cubrir un recital y que después escribas la crónica". Llegamos a la puerta de mi casa y nos dimos un abrazo. Le agradecí y ella me dijo "no hay por qué, vos lo lograste solo. Le dije a Barnes que se fijara en vos, pero si tus cartas eran malas, no te ofrecería nada". Nos dimos otro abrazo, éste más largo y más lindo. Me agarró miedo. La calle era algo silenciosa y oscura. Encima, lo que no había tenido en cuenta antes, los vidrios del auto polarizados. Carolina dijo otra vez: "Si nos agarran acá, abrazados, ¿qué explicaciones damos?". Yo le pregunté si ella le había contado a Barnes que de vez en cuando me llevaba a mi casa. "A veces le cuento y a veces no".
Al día siguiente, Barnes me ofreció cubrir el recital. Sería una prueba. La más importante de mi vida.
Escuché la discografía entera de la banda que se presentaba, leí reportajes que le hicieron al cantante, vi videos de sus recitales, llegué tres horas antes de que empezara el show. Me instalé en el sector prensa y estuve al tanto de todos los detalles. Era viernes y algunos amigos míos habían ido al recital y después se encontraban para cenar. Yo volví a casa y escribí la crónica en mi computadora. El lunes, Barnes la leyó y dijo que saldría publicada. Ese día era un día de locos en la redacción y Carolina se quedaba hasta tarde. Le dejé una carta en su escritorio en la que le agradecía los consejos y 1o que había hecho por mí. Le escribí "te quiero". A la noche me llamó a casa y me dijo que mi carta le alegró el día, que hacia un montón de tiempo que no le escribían una y que ella también me quería. Me hablaba bajito porque estaba en el baño y Barnes podia escuchar. "Creo que está durmiendo, pero está tan nervioso que a lo mejor se despierta con un ruido".
La crónica se publicó con mi firma. Me llamó mi mamá para felicitarme. Me la pagaron por más que hubiera sido a prueba y Barnes me dijo que el fin de semana cubriría otro recital. Sabiendo que podía contestarme no, invité a Carolina a brindar por todo lo que estaba pasando y ella me dijo: "Me matás de ternura". Esa frase arrastraba cierto aire asexuado, lo que me deprimió. Cuando me estaba llevando a casa, me preguntó si seguía en pie la invitación y le dije "por supuesto" y a los cinco minutos nuestras copas chocaban y nuestros ojos se miraban en un brindis sincero. "Mirá cuando empieces a crecer, seas jefe en la revista, te compres un auto y me lleves vos a mí". Alegres pero no borrachos llegamos hasta mi casa y sin pensar le di un beso en la boca. No preguntó "¿qué estás haciendo?", no dijo "estás loco". Mi calle era algo silenciosa y oscura y los vidrios del auto estaban polarizados. Nadie nos iba a descubrir.
Después de mi segunda crónica, Barnes me preguntó si me animaba a cubrir el recital de una banda española que venía a la Argentina y que tocaba viernes y sábado. Él era fanático de esa banda y me dijo que escribiría una columna pero que la cobertura del show sería mía. Barnes quería ir a los dos recitales pero sólo podia ir al del viernes porque el sábado tenía que viajar. El sábado ira yo. Barnes de viaje y Carolina sola. Pedí dos credenciales y la invité. Ella había visto el show el viernes pero "me gusta tanto que me encantaría ir de nuevo". Me pasó a buscar y frené mi impulso de invitarla a subir a casa. Estaba hermosa y era excitante verla fuera del ámbito de trabajo. Apenas subí al auto nos besamos como novios y ninguno de los dos dijo nada. En cada semáforo nos hicimos mimos y cuando estacionó, llegó otra sesión de besos inolvidables. Esta calle no era tan silenciosa y oscura como la mía, entonces fuimos a estacionar a otro lado. "Igual, con los vidrios polarizados no nos ve nadie", dijo y mientras ella buscaba un lugar más oscuro para dejar el auto, yo ya sabía que estaba enamorado, y ahora excitado. Como pude, porque estábamos en movimiento y la calle era empedrada, escribí en un papelito "quiero conocer tu ombligo". Le pareció cursi y hermoso. Propuso ir a otro lugar. "Después del show", dije. "Yo ya lo vi, hoy va a ser igual, puedo escribir tres crónicas si querés." Nos besamos, empezamos a tocarnos y no hubo manera de parar. Se largó a llover y el ruido del agua contra los techos tapaba los gemidos de otras habitaciones. Ella me pidió que "no nos enamoremos" y cuando terminamos los dos, juntos, felices, como nunca en una primera vez y como siempre en una película, la abracé y me pidió que me sacara el preservativo y que la abrazara más. Dormimos, afuera ya era diluvio y ella se despertó exaltada. Llamó a Barnes para saber si había vuelto. Volvería al otro día porque no quería viajar con la lluvia. Ni le pregunté dónde estaba. Encendimos las luces de la habitación, escribió la crónica del show y fue raro, me pidió que la corrija y que le imprimiera mi estilo para que nadie sospechara. Resulta que ahora yo tenía estilo. Terminamos la crónica, nos bañamos juntos, volvimos a la cama para tener un sexo menos ansioso y más largo. Después dormimos hasta el mediodía. Salimos del hotel, "el sol espantoso se está vengando de la tormenta", dijo y me llevó hasta casa. Yo estaba feliz y hubiera querido que subiera. Carolina se había entregado y había sido hermosa, supuse que también estaba enamorada pero su actitud era como si nada la afectara, como si vivir con Barnes y estar conmigo fuera lo más natural del mundo. En casa, me bañé solo y me pareció extraño. Después, pasé la crónica en la computadora y se la mandé por mail a Barnes. Dormí la siesta y era domingo, no me importaron los diarios, la gente, mi familia.
A la noche, tuve ganas de verla. De llamarla. De tocarla. De saber cómo estaba, cómo se sentía. Pero llamarla y que tuviera a Barnes al lado era feo. Rogué por favor que llamara ella, sabiendo que era imposible. Pero me llamó. "No quiero que estemos juntos nunca más", y explotó en llanto. "Me siento mal, horrible, con culpa. Soy una mierda. Lo cago a él y te cago a vos. No te puedo dar nada. Soy lo peor. No voy llevarte más a tu casa y en la redacción quiero que nos saludemos como dos compañeros normales. Por favor te lo pido. Así no puedo más. No aguanto más. Barnes volvió de viaje y ahora no sé con qué cara mirarlo. Tuve que bajar a la calle para 1lamarte, le dije que iba a comprar algo". Me desesperé y con torpeza le pregunté si quería que nos viéramos para tranquilizarla. Gritó "¡basta!", lloró un poco más y cortó.
Caro: ahora son las tres de la mañana y me parece imposible que un día vuelva a dormir. Quiero que sepas que nunca había estado enamorado. Ahora pienso en ayer, en esa noche. Dormir con vos, bañarnos, tu cara, abrazarte, tus tetas. Si vos me decís basta, no te voy a molestar más. Pero la verdad es que te quiero.
Escribir la carta me tranquilizó y saber que ella la leería al otro día mucho más. Me sentí cursi y optimista, dos estados puramente felices. Supe que tarde o temprano estaríamos juntos. Tomé un té, escuché música, apagué las luces y me dormí.
Me despertó el teléfono. Miré el reloj y eran las nueve. La hora en que algunos entraban a la redacción. Yo iría al mediodía para ver qué había pasado con mi crónica. Sonó el teléfono y atendí ansioso. Podría ser Carolina, que también entraba a la oficina al mediodía y hasta ese momento quería estar conmigo. Era Barnes. Quería que fuera urgente para la revista. Le pregunté "qué pasó" y me insistió para que fuera urgente. Apenas me lavé la cara, los dientes, me tomé un taxi. Cuando llegué, pasé a su oficina y estaban él y Carolina. Muy serios.
"¿Vos pensás que yo soy pelotudo?", me preguntó. Me quedé callado. "¿Qué pasó el sábado a la noche?". Miré a Carolina y ella miró un punto vacío. "No sé qué mierda habrás hecho. Pero me mandás esta puta crónica, encima bien escrita sobre el recital del sábado y dejás pasar el domingo y no te enterás de nada. Vivís en un puto frasco". Yo no entendía qué era lo que pasaba. Dije que no entendía. "No entendés porque sos un pelotudo". Barnes se paró y pensé que podia llegar a pegarme. Carolina dijo en voz baja: "E1 show del sábado se suspendió por la lluvia". Me puse colorado, transpiré y empecé a temblar. "Sos un pendejo de mierda, te doy la oportunidad y vos la desaprovechás así. Mirá si yo publicaba la crónica del show del sábado a la noche. De un show que no existió. No sé qué mierda habrás hecho el sábado, espero que haya sido algo que compense esta pelotudez que te mandaste. ¡Qué boludo! ¡Pero qué boludo! ¿Por qué no me dijiste que no podías ir el sábado? Ibas el viernes, ibas conmigo. Porque por la nota parece que fuiste el viernes, que el show lo viste. ¿Fuiste el viernes? ¿Fuiste? ¡Contestá carajo!" Dije que no. "Encima, sos hábil y conseguiste a alguien que fuera al show, que tome nota para que vos después escribas". La miró a Carolina. "La cagaste a ella también. No sólo a la revista, a mí y a vos. A ella también. Ella confió en vos. Ella me pidió que te dé una oportunidad. No sé si en otro lado te van a ayudar así tan rápido. ¡Sos un pelotudo! Te vas a morir escribiendo cartas".
Carolina se puso a llorar y yo también. Barnes entró al baño privado de su oficina. Me paré y cuando estaba saliendo, ella me dio la carta y me miró. Con un gesto me pidió que me fuera. Carolina abrió la puerta, yo me fui y nunca más volví a verla.
Libro: Ser feliz me da vergüenza y otros cuentos (2008).
Te escribo porque he leído la nota en la revista de Maricel y me gustó.
Me ha parecido muy interesante el nombre del libro. Y también me gusta la tapa.
Ella me dio tu número, pues ante mi pedido, me dijo que sería bueno contactarme con vos.
Ah, soy de Acuario. Como el personaje del relato de tu libro "De lo que le pasó a mi Tío".
Me llamo Gregorio de La Merced.
También soy escritor.
-Hola. ¿En qué te puedo ayudar?
-Sólo quería saludarte
Me pareció interesante tu nota.
Más que nada cuando decís que hay gente que tiene libros sólo para mostrar que son intelectuales.
-Gracias. Ja ja. El de la próxima revista es más interesante. No te la pierdas.
-Yo también voy a escribir en la revista.
Te confieso que al leerte me motivó a escribirte.
-Gracias. Qué bueno.
-Espero que podamos mantener una charla entre lectores. Me interesa que tengas un sentido crítico literario que nos puede ayudar a reír.
Y compartir.
Bueno te mando un saludo grande.
-Si necesitás ayuda para continuar con tu trabajo no dudes en escribirme. Saludos.
Antonieta Bates babia escrito y publicado el libro de relatos "Recortes de un diario robado" con el seudónimo de Annabella Rinaldi. Le gustaba el nombre Annabella porque había sido el de la primera mujer del actor Tyrone Power, a quien admiraba. El libro había tenido buenas ventas a raíz de la difusión por medio de entrevistas de radio, columnas en revistas, participación en concursos literarios. Lo que no le gustaba era ser ponente en las Ferias Virtuales del Libro, le desagradaba mostrarse. Le instalaron la aplicación de Facebook en su celular, más aplicaciones no quería, y a raíz de contacto en contacto, llegó a su vida Gregorio de La Merced.
-Te llevó mucho tiempo escribirlo?
-Yo escribí desde siempre hasta que en tiempos de pandemia un amigo me impulsó a que le de forma.
-Es bueno poner en palabra lo que se siente, poder darle forma.
De esa manera también compartimos y entregamos lo muy nuestro e íntimo, algo que viene de adentro.
-¡Qué lindo lo que decís! ¿De qué género es tu libro? Yo escribo relatos breves
-Mi libro también, son ideas y anécdotas.
Yo como vos, escribo desde siempre, y hace algunos años sentí la necesidad de expresar lo que iba viendo.
Desde lo que veía fui narrando y luego fui escribiendo demás observaciones.
Annabella, puedo preguntarte ¿dónde vivís? Yo soy de Mar Azul.
-Vivo en Plottier provincia de Neuquén.
-¿Hace mucho que no venís a Mar Azul? Yo a Neuquén no fui nunca.
¿Y es bueno vivir allí?
-Creo que en el 2018.
Es como en todas partes depende de uno.
-Te cuento así sabemos más de nosotros.
Yo soy divorciado desde hace muchos años... y no tengo hijos. Vivo solo.
Cumplo 45 en unos días.
Annabella, vos querés contarme algo tuyo.
-Soy viuda. No tengo hijos. Vivo sola y tengo 51. Y... el desgaste del cuerpo físico...
-Está bien. Al ver tu foto en la revista me has parecido muy interesante.
-Suelen decirlo. Gracias.
-Te enviaré una foto para que sepas con quién hablás.
Esta es de ayer. Comiendo helado a la noche.
¡Perfecto! -dijo Antonieta mirando la foto del rostro del hombre.
Ojos grandes y verdes, nariz mediana y un poco aguileña, labios gruesos, una sonrisa maravillosa con sus dientes parejos y blancos. Todo enmarcado con una barba a medio crecer y el cabello corto, ondulado y negro. ¡Bello! Estilo árabe como le gustaba a Antonieta.
Aunque no coincidía con el origen del apellido ¿o sí?, de La Merced. Claramente español. (Meditaba mientras escuchaba música clásica, La sedaba Monserrat Cavalier).
Además con 45 años, la esperanza de la juventud.
El teléfono celular de Antonieta se lo manejaba su ama de llaves, pero siempre sobre su supervisión.
Las comunicaciones ya eran a diario. A veces una a la mañana y otra por la tarde o tardecita. Y como él notó que ella se acostaba a dormir temprano le enviaba un chat a última hora de la noche para que al despertar lo encuentre.
-¿Estás en pareja?
-No...
Tengo una amistad con una chica que no es de Mar Azul.
Pero hace muchos años que estoy solo...
Casi 12, 13 años
Y vos, ¿estás en pareja?
-Amo a alguien pero no he sido correspondida.
-Por eso también se dio nuestra charla,
Leer tu nota y verte en la foto, donde me has gustado, me impulsó a saber de vos, no fue algo racional. Me resultaste muy atrayente. Y aún no habíamos hablado.
Fue por eso que te escribí Annabella, porque me gustaría saber de vos, compartir, conocernos. Cosas muy buenas.
-Y bueno. Quien no arriesga no gana.
Voy a leer. Hasta mañana. Que descanses.
-Bien. Espero que disfrutes la lectura y que descanses bien. (Y le envió el dibujo de una rosa, actitud desinteresada, fuera del conocimiento de quien era ella, la hija heredera de un poderoso Duque inglés).
A Antonieta le enamoró esa actitud. Estaba logrando más y más acercamiento. Mientras tomaba el té de tilo antes de irse a dormir, en una taza de porcelana muy fina, de esas pintadas a mano, que entre sorbo y sorbo apoyaba sobre una bandeja de plata cubierta por un pequeño mantel bordado que había traído de Bélgica hacía ya unos cuantos años.
-Buenos días Annabella. Que tengas un gran viernes.
-Buen día Gregorio.
(Y él le volvió a enviar flores).
-Un día San Francisco vio un cerezo y le dijo: "Háblame de Dios". Y el cerezo floreció.
-Adoro a San Francisco. (Y ahora fue ella quien le envió un corazón).
-¿Te gusta viajar? ¿Te gusta Italia?
-En otra época he viajado al exterior muchas veces. A Europa desde siempre.
-Que bueno.
A mi Italia me gustó mucho. Aunque sólo estuve una semana.
Espero volver ni bien mejoren las cosas de la pandemia.
Estaría bueno un día de estos poder hacer una video llamada.
-¡No! ¡Video llamada no!
-Perdón... perdón... pero no encuentro justificación para que te niegues, si sos una bella mujer. Agradezco a Dios haberte encontrado.
-Me da vergüenza... (disimuló ella).
Tomó un espejo de marco dorado, de esos que tienen un mango para agarrarlo y se miró despectivamente.
-Sabés que me pasa (no sé si a vos lo mismo) veo una sociedad muy chata y con pocas aspiraciones. Y encontrar una persona con tanta iniciativa de búsqueda me pone muy bien.
-Y a mí...
-Tal vez hay cosas que sólo vos y yo podamos compartir y llegar al menos a una cercanía de entendimiento.
Y sentir que hay algunas personas que estamos más cerca. Generalmente se encontraba sentada mirando el estado del cielo, el sol, las nubes corriendo una carrera celestial, las tormentas, le daba placer asustarse cuando había truenos y relámpagos, y sobre todo recordar a aquella joven novia que había mojado con sus lágrimas el ramo de flores que llevaba en las manos cuando él no se hizo presente en el altar: Había huido y ella también para recluirse para siempre. Desde entonces, lo había dado por muerto, muerto en su corazón. Por eso dolorosamente, se asumió como viuda.
Todo eso a través de una ventana con pesados postigos, de un dormitorio grande, de cielo raso alto y parquet en el piso.
Su decorado era elegante, pero antiguo. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco. Las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones. La cama con un respaldo alto de madera labrado artesanalmente estaba cubierta por un cubrecama de raso matelaseado, color obispo, con volantes todo alrededor que llegaban hasta el piso.
Pocos muebles, se habían desechado en el tiempo.
-Me gusta el nombre Annabella, así como se escribe.
Te cuento una cosa...
Vos tenés todo a favor.
-No lo creas. He tenido tiempos muy malos. Pero para qué remover el pasado. Parafraseando a Borges quien decía que de lo único que somos dueños es de nuestro pasado.
-Yo lo decía porque tenés muchas cosas que a mí me gustan.
-Sí. Y cuando vuelva a nacer voy a ser artista.
-Lo que veo es que sos una persona que busca, que no se queda quieta, y eso es muy bueno, me gusta mucho eso que me dijiste de todo lo que hacés, está muy bueno y la verdad que me has sorprendido gratamente. Me gustaría conocer tu voz.
(Y ella le envió un audio con su propia voz, del tango Nostalgia, que había grabado hace un tiempo).
Y así pasaron casi cuatro meses, hablando de gustos, coincidencias, temas superfluos y trascendentales, enviándose fotos de ellos solos y también con amigos, del mar, de vegetaciones y hasta de platos de comida.
Había llegado la hora, no se podia seguir alargando la agonía, él le dijo que la iría a visitar y ella aceptó gozosamente.
A la hora pactada Gregorio de La Merced se hallaba frente a la casa de Río Bermejo 507 de la ciudad de Plottier.
Le resultó extraño encontrarse con una edificación muy antigua de techos altos. De esas cuya pared da directamente a la vereda, frente de ladrillos vistos un poco mohosos por partes y el diseño típico de las casas de época, la puerta principal, alta, y las dos ventanas altas también, una a cada lado, todo de madera, también el detalle de las rejas negras y en parte oxidadas, (con diseños en que trabajaban artesanos para casi todas las tareas y en tiempos en que no existía la televisión, menos todos los medios de comunicación, o incomunicación, que hacen que la gente gaste su tiempo en cosas absolutamente triviales y pasajeras, lo perecedero).
Golpeó tres veces la aldaba dorada en forma de puño. Minutos después fue recibido por el ama de llaves que lo hizo entrar.
El hall de entrada era extraordinario, Con pisos coloridos muy encerados colocados en forma geométrica. Alfombras persas. Un dresuar con espejo, combinando el mármol de Carrara con el marco dorado y ribeteado. Un perchero. Y un juego de sofa de estilo, de esos con botones y tachas doradas. Las cortinas y las pinturas siguiendo el estilo del dormitorio. Pero lo admirable de ver era la escalera curva, con bellos barrotes labrados y encerados.
Todo rematado por una gran araña con caireles de cristal, Más allá una puerta doble con vitales dejaba ver un florido jardín.
-¿Qué desea tomar? (Quitándole la mochila de las manos para colgarla en el perchero).
-Agua, por favor.
Y la vio irse. Parecía una mucama sacada de una película de terron de Hitchcock. Muy delgada y alta, seria, vestida de negro con calzado negro también. Llevaba un delantal blanco impoluto y el cabello negro recogido a la altura de la nuca.
Por fin lo invitó a subir las escaleras, ella adelante. Gobpeó suavemente la puerta del dormitorio y entraron.
Antonieta Bates estaba sentada de espaldas frente a la ventana, en una silla de ruedas. Con un brusco movimiento giratorio reveló un cuerpo gordo e informe, medio oculto por el ceñido vestido, con el que cubría incongruentemente las prendas que llevaba debajo. Vio el chal en la cabeza y el rostro blanco y pintado. Miró con fijeza los endurecidos labios rojos, observando cómo se entreabrían en una convulsa mueca.
-Soy Annabella Rinaldi -dijo la grave voz.
Gregorio de La Merced cerró la boca, pero el grito continuaba sonando. Era un frenético chillido. Atónito no logró captar en su totalidad la horrorosa situación. Mareado cayó de rodillas en el piso y expelió en una sola arcada un vómito. Cayendo inconsciente su cabeza sobre el mismo material.
El fin último que era el encuentro se había cumplido.
Sentado sobre una maciza e imponente silla de roble contemplaba con ceño fruncido e inmutable, un enorme y frondoso valle abriéndose ante sus pies, como pidiendo permiso a su excelsa presencia. Ya estaba tomando posesión del personaje que había sido llamado a representar. Pese a que la caracterización se alejaba de manera rotunda de su perfil exageradamente bohemio, temple pacífico e inescrutable semblante, le causaban cierto placer esas miradas tímidas, las posturas reverenciales desplegadas a su paso, como así también ese pavoroso silencio desenrollado a su espalda. Debía representar el papel de su vida, al más difícil, el abanderado de las controversias, la figura pública que concentraba a Alfa y Omega, lo más cercano a un Semidios en la tierra. El parecido era sin duda asombro y el dinero por la representación, aún más.
El mediodía anunciaba la inminente partida de la comitiva. Tomó el pañuelo rojo que se hallaba sobre chifonier para inmediatamente pararse frente al enorme marco de bronce que sujetaba al aún más imponente espejo colocado detrás de él, y que en su basto reflejo, a las espaldas, enseñaba la elegante decoración Rococó del cuarto. Pulió con suavidad milimétrica la medalla de oro con el relieve del águila bicéfala, incrustada en la solapa izquierda del abrigo. Alzó el sombrero haciendo una pausa metódica, y luego lo acomodó con prudencia sobre la cabeza intentando mantener el orden del peinado. En un acto reflejo, frotó sus bigotes con el dedo índice y el pulgar de la mano izquierda, acomodando su pequeño pero abultado pelo, aún más de lo que ya estaba. El sobretodo verde, cuidadosamente limpio, con inmaculada pulcritud, construía en él un halo de invencibilidad. Caminó lentamente hacia la puerta donde sabía aguardaba el valet que custodiaría su entidad hasta la salida, y que habría de tirarse al suelo de ser necesario para evitar tocasen sus zapatos de impoluto brillo, el agua de cualquiera de los charcos que la incesante lluvia de la semana había dejado sobre la playa de estacionamiento
Atrás quedaba la bellísima Kehlsteinhaus montada en el punto más seguro del imponente Obersalzberg. Tres camionetas y un auto delante, un auto y tres camionetas detrás. El cortejo ministerial contaba con treinta hombres, los mejores atletas, tiradores, y más robustos luchadores, sobre todo, los más leales, cuyo convencimiento sobre la empresa desplegada hacia todos los rincones del territorio más occidental del viejo continente, era total. La operación, con la pérdida de las posiciones estratégicas más relevantes, suponía un riesgo enorme que así y todo debía correrse.
Luego de varias horas de viaje, horas de las que había perdido total noción al hundirse en el sueño preso del desgarrador cansancio, recobró la conciencia. El lapso de sopor había acomodado sus ideas. Repentinamente, en un rapto de lucidez absoluta, comprendió que no debía estar ahí. Ningún oro ni tesoro del mundo podían garantizar su vida en el "Ojo de la Tormenta". Sin embargo ¿qué podía hacer él? Negarse a la solicitud hubiera significado un pedazo de plomo asestado certeramente en la cabeza. No tenía escapatoria, de ahi en adelante todo dependía de su suerte. La fama del personaje, a esas alturas, entendía, daba al "vivir" la supresión total de chances al verbo.
Pasaron por el Tiergarten, y ya reconocía la avenida que transitaba. Pese a la pila de escombros humeantes perdiéndose hacia cualquier la dirección contemplada, aquella calle era sin duda la Kurfürstendamm. Allí, al paso, se hallaba erigida la enorme Iglesia Keiser-Wilhelm-Gedächtniskirche que además de su significativa presencia, gran sorpresa fue verla sin un pedazo de la cúpula.
Se detuvieron quinientos metros antes de llegar a destino. El objetivo de la parada era motivar a un grupo de reclutas de escasa edad que, prácticamente, ninguna experiencia en el arte de la guerra, tenía. Bajó del auto, y caminó hasta el pelotón con autoridad suprema. El semblante de los jóvenes revelaba el enorme asombro decorado en un aquilatado brillo de admiración. Tenían frente a ellos la representación de un Dios en la Tierra.
Yendo y viniendo de un lado a otro, frente al grupo de adolescentes apostados desprolijamente en línea, empezó con creciente vehemencia el discurso:
La importancia de nacer en la tierra de la Deutscher Orden (Orden Teutónica) no es un regalo para cualquier hombre. Aquel que pueda ver más allá de sus ojos valiéndose de su propio coraje, y arrancar la gloria del futuro haciéndola parte del presente sin importar que de ello dependa su vida, será el hombre por el que sonarán estridentes canciones, canciones que llegarán a cualquier parte del mundo, reventando el oído de los sordos liberales y comunistas, que no han merecido siquiera ver la luz del día, y que tendrán por certeza sin saber el origen de semejante temblor, que sólo la voz germánica es capaz de sonar con tan gigantesco estruendo. ¡Hoy la historia se vuelve a repetir, Hijos de Hermann! Y como en ese glorioso pasado, el sarraceno sucumbió a la superioridad del espíritu teutón allá en la lejana Fortaleza de Monfort, hoy el bretón, su hijo pródigo, y el débil galo que nada ha aprendido de la estirpe merovingia, habrán de tener el mismo destino ante esta fuerza arrolladora, que lleva en su sangre desde tiempos inmemoriales la única herencia posible conforme a su origen, revalorizar al hombre en la tierra, dándole el real y verdadero sentido a su existencia. Sé que cada uno de ustedes defenderá cada centímetro de ésta, nuestra Sacra Tierra; sé que el alma de los caballeros teutones vive en ustedes; sé que mañana despertaremos juntos mirando al sol y pisaremos la sangre de todos los irreverentes que han osado caminar con cobardía sobre el suelo del "Hombre".
Esos minutos de eternidad divina para quienes oían cada palabra, a él en particular, lo sacaron totalmente de su auténtica identidad. La convicción de la proclama había sido tal, que hasta se lo había creído.
Al llegar a ese Coloso de Concreto, de la puerta lateral del Bunker salió a su encuentro, Eva. Lo abrazó como quien siente resguardo ante la legada de la mismísima salvación. Bromeó con su altura y sus ojos, dijo verlo más alto y con la mirada más oscura que de costumbre. Él la observó con seriedad distante y mentón altivo, espetando inmediatamente y sin preámbulos la voluntad de estar solo en su despacho. Pidió una máquina de escribir, y sobre todo, no ser interrumpido bajo ninguna circunstancia. Después de algunos minutos, sintiendo la orden impartida, acatada, comenzó la redacción de una carta.
Berlin, 30 de abril de 1945.
Querida Elsa,
Mi bien amada, mi único y preciado tesoro en este mundo de sin razón y olor a muerte, se avecinan momentos decisivos para la Nación, y sin embargo mi mente está en otro lado. Pese al estruendo de los fusiles y el ruido pavoroso de las bombas que estallan sin parar, estoy ahí contigo, No he dejado de pensarte un solo día. Debí haber huido contigo cuando pude hacerlo. Joseph lleva siete años asegurando la culminación de mi trabajo, y ahora que el juego se ha cerrado finalmente veo todo con claridad: esto es un camino sin salida. Debo hacerme responsable de mis actos aunque sólo hayan sido la pantalla de ese engreído que no ha hecho otra cosa que mentir desde el momento en que me instó a subir a ese maldito escenario. Él y su estúpida idea de "El Napoleón del siglo XX". ¡Y ya lo ves! Hasta los mismos errores se han cometido. El otro gaznápiro y verdadero culpable de todo el desastre, ahora el muy cobarde se ha escondido bajo las alas del Generalísimo del Sur, cobijando su energúmena figura entre ricos filetes y buen vino, y yo acá viendo cual es mi suerte.
No han dejado de perderme pisada, me tienen muy vigilado. Sin embargo, le he encontrado la vuelta al asunto, después de todo "yo" soy "él" y me respetan como tal. Mi trabajo ha sido impecable, no hay dudas de la autenticidad. Por eso te cuento con alegria que he encontrado un par de hombres leales que harán llegar esta carta a tus manos, y si todo sale bien, más tarde a mí, a tus brazos.
Pronto estaremos los tres juntos como una familia, como debería haber sido siempre. ¿Cómo está el pequeño Julio? ¡Bueno, pequeño ya no! Aún lo veo perdido entre los libros, construyendo sombreros en desiertos, y amores bajo ríos. Eso lo heredó de ti. Todavía recuerdo tus teorías sobre el origen de mi nombre sus formas, los prefijos, el latín, etcétera, No me perdonaré jamás lo hecho a tus libros, por eso me he encargado personalmente, para tratar de enmendar mi brutalidad y la del régimen, de buscar cada uno de los títulos en sus primeras ediciones y versiones originales ¿Y qué crees? Ya tengo toda tu biblioteca completamente armada.
Sí todo sale tal cual lo previsto, te veré en un par de semanas. Y sí no, pues creo que te enterarás inmediatamente. ¡Confia en mí, amor mío! Todo saldrá bien. Dile al muchacho que pronto estaré con él.
Tuyo en la eternidad.
El noble lobo
Joseph, arrancó la carta de la temblorosa mano del soldado que con vista nerviosamente extraviada, observaba despavorido el inminente final.
La guerra terminó... Elsa aún sigue esperando.
Libro: Cartas. Cuentos de pasión, misterio y muerte (2022).
Acá le contesto la carta que me mandó con fecha 12 de diciembre del año pasado. Ya sé que pasaron cinco meses. Tal vez usted pensó que tampoco en mi caso tendría suerte. Pero no, mi amigo. Yo sí estuve presente en aquella ocasión. Lo que ha sucedido es que estuve pensando mucho si escribirle o no escribirle. Y recién ahora me decidí por la afirmativa.
Tuve que sopesar varias cosas. Primero, los años transcurridos. Son casi sesenta. Cincuenta y nueve para ser exactos. Y de entrada tuve miedo de haberme olvidado casi todo. Pero cuando fueron pasando los días, y me sentaba en la galería a matear releyendo su misiva, me percaté de que me acordaba hasta de los detalles más insignificantes. Pero el asunto de la memoria no era lo principal, Dios me libre. Está el pueblo. Mi pueblo. Este pueblo moribundo que boquea como un pescado entre las piedras de la orilla, mientras lo levantan colgando del anzuelo. ¿Sabe qué pasa? La privatización del ferrocarril nos ha dado el tiro de gracia, ya que cortaron el ramal cien kilómetros abajo nuestro.
Quiero decir: ¿para qué manchar nuestra memoria? Porque cuando usted se empiece a enterar verá que mi pueblo y su gente no quedan del todo bien parados. Eso me detuvo todo el mes de enero. Hasta que en febrero pensé: ¿y total? Si somos tan pocos que ni memoria tenemos, porque los viejos se mueren y los jóvenes se van. Así que difícilmente se pueda enlodar un pasado que igual está hecho polvo.
Manchar la memoria de los propios protagonistas, con sus nombres y apellidos me pareció un asunto más delicado. Pero pensándolo bien decidí que, si era cuidadoso en la relación de los hechos, los más inocentes saldrían más o menos bien librados, y los otros... los otros ya tienen suficientes manchas bien ganadas. Y además están todos muertos, salvo uno o dos. Todos muertos, le digo. Salvo alguno al que le perdí el rastro.
¿Pero sabe cuándo me decidí finalmente a escribirle? Cuando me pareció que su esfuerzo merecía cierta recompensa. El solo hecho de haber conseguido ubicar una nómina de jugadores, escribirles a uno por uno, mandar un franqueo pago para cualquier eventual respuesta, y atreverse a enviar en cada sobre una copia de ese recorte descabellado lo hacía merecedor de mis respetos.
Por eso la idea, allá por marzo, empezó a interesarme. Tanto es así que me tomé el trabajo de buscar entre mis papeles el recorte del diario. Hablo del original, la nota que salió publicada en San Antonio, y que seguramente sirvió de base al articulito de segunda mano que usted encontró, según me cuenta, hojeando el Crítica del 8 de noviembre de 1939 y que me envió en su carta.
Aquí mismo lo tengo, sobre el escritorio, mientras le escribo. El título, si no me equivoco, es el mismo. "Ángel cabeceador". Lindo título. Comprendo que haya despertado su curiosidad. Aquí se lo transcribo. Disculpe que no le mande una fotocopia. Pero la única máquina que había en el pueblo estaba en el almacén, y se la embargaron el mes pasado. Así que confórmese con la transcripción:
"Un extraño episodio habría ocurrido, según los habitantes del pueblo de Primer Sargento, durante la disputa del partido final que, por el título del torneo de fútbol regional, la escuadra de aquél sostuvo anteanoche contra su similar de Ingeniero Cabal. En un match de ambiente caldeado, disputado bajo una lluvia torrencial e ininterrumpida, el equipo visitante, que terminó el partido con apenas seis jugadores en el campo de juego, consiguió igualar el tanteador en tres mediante un goal anotado a los cuarenta y tres minutos del segundo tiempo. El hecho singular es que, según los lugareños, el tanto fue anotado, de cabeza, por 'una figura refulgente, dotada de alas a la espalda', que convinieron en definir como 'un ángel'. La inusitada colaboración celestial, no obstante, no pudo ser fehacientemente documentada, ya que apenas convertido el tanto un desperfecto en el sistema generador de electricidad dejó el estadio sumido en la más profunda oscuridad, y obligó a la inmediata suspensión del encuentro. Como luctuoso corolario de tan estrafalaria velada deportiva, hubo que lamentar el fallecimiento del árbitro del match, Néstor Montero, víctima de un problema cardiovascular. El team de Ingeniero Cabal debió regresar en camión a sus pagos, distantes más de doscientos kilómetros, a raíz de un severo inconveniente con las líneas ferroviarias. Por supuesto, fueron recibidos con la algarabía y el fervor popular propio de estos casos".
El artículo de Crítica que usted me envió se basa, evidentemente, en esa nota. Se trata, por cierto, de un resumen bastante esquemático de aquélla. Pero no falta nada de lo esencial. Con respecto a la segunda pregunta de su cuestionario, acerca de otros datos publicados en los días subsiguientes, la respuesta es negativa. La noticia acaba ahí. Resulta claro que los editores consideraron suficiente esa cuota de buen humor, a costa de las extravagantes creencias de unas gentes ignorantes y crédulas como nosotros.
Así que lo único que puedo hacer de aquí en más es contarle lo que recuerdo. Que por otra parte no es tan poco. A casi sesenta años de aquella noche, me cuesta creer el tamaño ridículo de nuestras pasiones de entonces. ¿A usted no le pasa? Eso de atarse fanáticamente a una consigna, defenderla contra todo y contra todos, hacer de ese objetivo el único de nuestras vidas... Después, con el tiempo, las cosas recuperan dimensiones razonables. Y uno se pregunta cómo todo un pueblo pudo ser tan estúpido de encaramarse en semejante utopía. Cómo fue capaz de darle tanta importancia a esa meta que se había fijado. Creo que nos pasamos la vida pasando de un estado de ánimo al otro: de la idiotez apasionada al desengaño razonable. Supongo que volverse viejo es quedarse inmóvil para siempre en este segundo momento.
¿A qué venía toda esta perorata? Usted se estará preguntando con qué clase de viejo molesto se ha puesto en contacto, que dedica páginas y páginas a detalles intrascendentes y se va por las ramas. Allá usted. Escribir esta carta se me está volviendo un pasatiempo atractivo en las tardes, después de la siesta. Así que soporte usted la perorata, o saltéesela. A mí lo mismo me da.
Bueno, el hecho es que en el año 39 se estaba discutiendo, en la gobernación, la posibilidad de dividir ciertos departamentos demasiado extensos, entre ellos el nuestro. Uno de los pueblos que se mencionaban para ser cabecera de un nuevo municipio para la región era justamente Primer Sargento. Por supuesto, conservadores mediante, la cosa venía oscura, y los prohombres del pueblo, dispuestos a lograr la capitalización, no dudaban en tentar las más diversas formas del soborno para lograrlo. Imagino que los dirigentes de los otros pueblos candidatos andarían en los mismos procederes, porque pasaban los meses y el asunto no se definía.
Como siempre pasa en la vida, una cosa se enganchó con otra. Y en el Regional de ese año veníamos hechos un primor. En los diarios de la época de política casi no se podía hablar. Las primeras páginas estaban siempre dedicadas a la guerra que en Europa se les estaba viniendo encima. Y el fútbol se llevaba buena parte de las restantes. Así, los torneos provinciales adquirieron una trascendencia que en las décadas siguientes se perdería por completo. Por lo menos en nuestra provincia las cosas eran como aquí le relato.
En esa situación, nuestros próceres sumaron dos más dos y sonrieron. Lo que no habían logrado destrabar los sobres pasados por debajo de la mesa, posiblemente lo destrabara el fútbol. ¿Qué gobernador en sus cabales iba a impedir que el campeón del Regional fuera cabeza departamental? Ninguno, concluyeron.
Con ese fervor nacionalista a flor de piel, llegamos punteros a las finales. Hablo en primera persona porque yo jugaba de centrohalf en ese cuadro. Empecé como suplente pero una lesión seria que sufrió el menor de los Gottarotti me ubicó entre los titulares desde julio en adelante. Disputamos las semifinales contra Colonia Caldén y les pasamos por encima. Dos a cero allá, y cuatro a uno de locales. La euforia era doble, porque Colonia Caldén era una de las candidatas para lo del municipio: eliminarlos en semifinales nos dejó un gusto a buen presagio en la boca. Para la final nos tocó cruzarnos con el ganador de la otra zona: Ingeniero Cabal; apenas un nombre perdido en la otra punta del mapa; el último puntito con nombre propio en el ramal ferroviario. Con la locura de patriótico localismo que llevábamos encima, a nadie se le ocurrió que pudieran tener algún mérito. El destino los había puesto en la final para que perdieran con nosotros, ¿o podía ser de otro modo?
Podía, y vaya si podía. El primer partido lo fuimos a jugar allá. Nos subimos al tren. El pueblo entero. Hubo un feriado tácito de dos días para que no faltara nadie. Y la noche de la primera final éramos locales a doscientos kilómetros de casa. Nos dieron un peludo inolvidable. Perdimos dos a cero sólo porque Dios quiso. Esos muchachos eran flechas. En lugar de llevarla tan al pie como nosotros, la pasaban permanentemente y nos volvían locos. Cuando ahora veo algún partido, me doy cuenta de que ellos, en lo táctico, estaban varias décadas adelantados. El asunto es que, sin gastar pólvora en chimangos ni tiempo en firuletes inútiles, nos dieron un baile impresionante. Nunca volví a verme tan perdido en un campo de juego como me vi aquella noche. La veíamos pasar, pegábamos de puro impotentes, hacíamos tiempo para que el suplicio durara lo menos posible. Conté siete pelotas en los palos. Fueron más, pero después de la séptima se me fueron las ganas de seguir contando.
A la vuelta, el tren era un velorio. Apenas algunos optimistas fanáticos se atrevieron a decir que la revancha podía ser distinta: con un triunfo, apenas un triunfito, se podía buscar un lugar recóndito de la provincia para jugar el bueno. Pero los más razonables, en vista del baile que acababan de propinarnos, entendían con razón que en condiciones normales, en Primer Sargento también nos iban a pintar la cara. Pero nuestros líderes pueblerinos no eran hombres de amilanarse ante el primer contratiempo. Improvisaron, en el último vagón, una sorpresiva reunión de notables del pueblo, cura y juez de paz incluidos, a la que ningún miembro del equipo, salvo nuestro entrenador, tuvo acceso.
El día de la revancha amaneció encapotado. De nuevo los optimistas buscaron motivos de alegría: en cancha barrosa, dijeron, la cosa tendía a igualarse. Por eso festejaron con júbilo el aguacero que se descolgó desde las cinco de la tarde. La noticia del descarrilamiento llegó un poco antes, a eso de las cuatro. No había víctimas que lamentar, pero el tren que venía cargado con la barra de Ingeniero Cabal se había cancelado. Los jugadores venían en un camión especialmente provisto por Primer Sargento. Después se supo que lo del tren había sido un sabotaje. Y para ponerse a cubierto de eventuales suspicacias, se emitió un comunicado atribuyendo la voladura de los rieles a un «comando anarquista» (argumento poco convincente, si tenemos en cuenta que el último anarquista que había andado por aquellos pagos había partido en el año 19).
El hecho es que ellos llegaron pasadas las siete, molidos de cansancio y empapados hasta la médula. Y solos. Total y definitivamente solos. Yo los vi bajar, entre los insultos de los nuestros. Y aunque seguía viéndolos con rabia y –según me habían enseñado–como un absurdo obstáculo entre nosotros y la gloria, los compadecí un poco.
A las ocho arribó un Chevrolet nuevito y lustrado. Era el auto de Galindo: estanciero, presidente del club, dueño de la estación de servicio y de los silos, y número puesto para ser nuestro primer intendente. Primero bajó el propio Galindo, mirando y saludando a los diez curiosos que todavía no habían enfilado para las gradas. Después bajó el párroco, ayudado por el juez de paz. Y al final emergió un hombre petisito, casi calvo, con cara de empleado de correos o de algún ministerio. Era Néstor Montero, el árbitro del encuentro.
"¿Viste, José, lo viste?" Terranova me sacudía la camiseta (ya estábamos cambiados) y me mostraba la escena, loco de contento. "¿Qué decís, Mario?", le pregunté sinceramente confundido. "Dale, José, ¿sos o te hacés?", me gritó muerto de risa, mientras se iba al trote para ajustarse los botines.
Cuando empezó el partido hasta para un caído del catre como yo se tornó evidente cómo venía la mano. A los cuatro minutos, y bajo un aguacero torrencial, uno de nuestros wines logró llegar a la línea de fondo. Cuando sacó el centro el seis de ellos lo cerró justo, y los dos rodaron sobre el césped anegado un par de metros fuera de la cancha. Un córner grande como una casa. El petiso se dirigió con tranquilidad al área y cobró penal para nosotros. Yo me volví hacia Rodríguez porque no lo podía creer: por la mirada que me devolvió me percaté de que él tampoco. No sólo no había sido foul, sino que habían chocado fácilmente cinco metros afuera del borde del área. Ellos, por supuesto, protestaron como forajidos. Pero entraron dos policías del destacamento y los ánimos se serenaron. Milano puso el uno a cero con un remate alto. En la tribuna los nuestros, ciegos de júbilo, festejaban ajenos a la mojadura.
Sin desesperarse, los tipos se nos vinieron al humo. En lugar de tocar cortito al pie, como la vez pasada, jugaban pelotazos largos, para no empantanarse en la ciénaga que iba creciendo desde el círculo central. Nosotros, presos de nuestro estilo llevador, terminábamos en el piso enredados con un balón que se frenaba en cada charco. El empate fue a los veinte: tocaron la pelota ocho veces desde el mediocampo sin que pudiésemos meter baza, y nos la mandaron guardar. Después amainaron un poco. Era lógico: el empate los sacaba campeones y las piernas, en ese chiquero, pesaban como piedras.
A los cuarenta minutos conseguí tirar un centro sobre el área de ellos. El back la paró de pecho y la revoleó sin dejarla picar, como mandan los libros. El petiso, sin que se le moviera uno solo de los pocos pelos que tenía, fue y le cobró penal mientras se tocaba el brazo con una mano, como explicando la infracción. De nuevo el tumulto. De nuevo los policías. De nuevo los más serenos de ellos llevándose a la rastra a los más exaltados. El back, fuera de sí, buscaba a cualquiera que quisiera escuchar para explicarle que él la había parado bien, con el pecho, con los brazos estirados hacia los lados. Nosotros caminábamos la cancha sin mirarlo. Ni a él ni a los otros. Por lo menos la gente, en la tribuna, gritaba de nuevo como loca. Yo tenía frío. Al entrenador de ellos se lo llevaron esposado, mientras puteaba al entero árbol genealógico del referí en medio de ademanes asesinos.
Milano puso el 2 a 1 y Montero nos mandó al vestuario. Cuando nos derrumbamos en las bancas, en lugar del tradicional barullo para darnos ánimo, nos sumergimos en un silencio de plomo. Cuando entró Carranza, el director técnico, nos pegó cuatro gritos para que levantáramos el ánimo y dio la charla como si nada. Dibujó en el pizarroncito ese que tenía, y nos regañó por un par de distracciones groseras. Lo de siempre. Lo de cualquier partido. Yo no lo miraba. Pasaba en cambio los ojos por los de cada uno de mis compañeros. Pero o no me vieron o se hicieron todos los desentendidos. Dos o tres veces estuve a punto de decir algo, pero al final lo pensé mejor y me callé la boca.
Al empezar el segundo tiempo el petiso, que había tenido tiempo de reflexionar en el entretiempo, trató de que el bombeo fuera menos evidente. Hasta cobró un par de foules a favor de ellos, claro que bien lejos del área. La cosa se complicó a los diez minutos, cuando ellos, que habían reiniciado su festín con los pelotazos largos a espaldas de nuestros centrales, consiguieron que esa masa deforme y pesadísima en la que se había convertido la pelota fuera de una vez por todas a poner el empate. La cancha era un lodazal. La mayoría de las camisetas estaban irreconocibles bajo el barro. Pero los tipos esos mantenían una claridad de juego envidiable. Bastó que consiguieran conectar cuatro pases seguidos para que nos empataran sin más trámite.
Montero, ya perdiendo la paciencia, hasta miró un par de veces al palco oficial como diciendo: "¿Qué más quieren que haga?". Pero se ve que era hombre de cumplir los pactos. Porque no habían pasado cinco minutos y nos da otro penal ridículo. Tumulto, el back del primer tiempo lo agarra del cuello al pelado, los policías se llevan al back a la rastra. Patea Milano, el arquero lo ataja. El otro lo hace patear de vuelta, arguyendo invasión de área. Nuevo amontonamiento, esta vez con el arquero a la cabeza. Cuando el cross de derecha del guardameta se dirige a la mandíbula del hombre de negro, un compañero más sereno lo detiene a tiempo. Igual es tarde. Los policías custodian al arquero hasta el vestuario. Milano, abrumado entre el aliento de los optimistas y la cáustica deploración de los escépticos, logra finalmente convertir el tercero. Ya van como veinte minutos del segundo tiempo. Pero el petiso mira una y otra vez al palco. Su preocupación es evidente. ¿Cómo evitar un tercer empate? La primera excusa se la brinda uno de los wines visitantes. Harto de que lo revienten a patadas toda la noche, apenas se levanta del decimoséptimo revolcón le pega un empujón, fastidiado, al defensor que acaba de partirlo. El árbitro, indignado ante semejante despliegue de violencia, expulsa al delantero sin más trámite. Los policías, que a esa altura tienen bien incorporada la rutina, ingresan al césped antes de que los convoquen. De paso, aprovechan el viaje para llevarse también al centrohalf, un perfecto caballero que, harto de contener a sus compañeros para evitar males mayores, se aproxima y le grita a Montero un "coimero hijo de puta" a cinco centímetros del rostro.
El partido ya era ridículo. Once contra siete, en un fangal como ése, era una fantochada. Ellos trataban de tocar, pero cada vez que recibía uno el balón tenía dos tipos encima que, para colmo, le caminaban por la cabeza y se llevaban la bola tan campantes. Montero, bien gracias. Ya no miraba al palco, sino al reloj de su muñeca izquierda. Pero esos tipos estaban dispuestos a amargarle la noche. A los treinta y cinco minutos el centroforward logró llevarse (no sé como, en semejante pileta) el balón a la rastra entre los dos centrales. Nuestro arquero le salió un poco y el tipo lo eludió con maestría. Baigorria (que así se llamaba el guardameta) le abrazó las piernas sin sonrojo alguno. El otro consiguió zafarse, pero en el trámite le dio tiempo a uno de los backs para que llegara de atrás y se lo llevara puesto con pelota y todo. No era uno, sino dos penales grandes como los anillos de Saturno. El petiso, sin inmutarse, cobró foul en ataque. Al delantero no necesitó expulsarlo. Los noventa y cinco kilos del back lo habían dejado en tal estado que a duras penas pudo arrastrarse hasta el vestuario. Como no tenían suplentes, siguieron jugando con seis.
Yo lo miraba una y otra vez a Gutiérrez, que era mi mejor amigo en aquel plantel del 39. Pero Gutiérrez se miraba los zapatos ensopados. Después miré a la tribuna. Era una fiesta. Y en el palco Galindo y los demás estaban de pie, saludando hacia los cuatro costados. Y yo tenía esa cosa en las tripas, una mezcla de frío y de asco y de ganas de vomitar el mate de la tarde.
En eso andaba cuando vino ese centro sobre al área nuestra. Recuerdo estar pensando en mis tripas y al instante siguiente salir disparado en persecución de uno de ellos que entraba al área y se perfilaba para el frentazo. Iban cuarenta y tres del segundo. De eso estoy seguro, porque nuestro coach estaba gritando como un desquiciado, con un pie dentro de la cancha: "Faltan dos, aguanten que faltan dos", como si lo nuestro fuese, en verdad, la titánica resistencia de un pelotón de valientes.
En la certeza de nuestra total inmunidad, estábamos marcando como el mismísimo demonio. De otra manera no se explica que el win sobreviviente de Ingeniero Cabal, al que aritméticamente le correspondían dos marcadores fijos (ya que en jugadores de campo estábamos 10 a 5), haya podido parar la pelota sobre el lateral derecho, a veinte metros de la línea de fondo. Cierto es que uno de nuestros backs salió a marcarlo. Pero como iba cebado en la convicción de que, aunque lo partiese al medio, no iba a recibir siquiera una advertencia de Montero, en lugar de buscar la pelota le apuntó directamente a la sien derecha. El visitante quebró la cintura y lo hizo pasar de largo: el zapato asesino apenas alcanzó a peinarle un poco el pelo cerca de la oreja. El delantero levantó la cabeza y buscó a alguien en el área. El único que había era este detrás del cual yo había iniciado mi carrera.
Era el once. Todavía tengo grabado el once de color rojo cosido en la casaca de rayas verdes y blancas. No fui el único que salió a marcarlo. Delante de mí estaba Gutiérrez, mejor ubicado. Gutiérrez era un muchacho alto y ágil. En circunstancias normales hubiese debido ganar cómodamente el salto. Pero se ve que le pasaba lo mismo que al resto: ¿para qué saltar y arriesgarse a perder de arriba? Con Montero en la cancha, mejor abrazar al delantero por la cintura, sin pudor alguno, para evitar posibles cabezazos intempestivos. Total, Montero no iba a cobrar nada, y Gutiérrez lo sabía. Todos lo sabían. Lo sabía Galindo que lo había sobornado en el viaje hacia la cancha. Lo sabían ellos, que habían sufrido un bombeo como yo nunca volví a ver en un campo de juego. Lo sabía nuestro entrenador, aunque se empeñara en hacer como que no pasaba nada, gritando indicaciones inútiles desde el borde de cal. Y lo más doloroso de todo, para mí, era que yo también lo sabía. Por supuesto que, como todos, fingía jugar ¿Acaso todos los demás no estaban fingiendo? Galindo saludando desde el palco, Montero con su andar seguro y su cara de severa incorruptibilidad, el pueblo entero en las gradas, vociferando una alegría sucia y robada.
Fue como parte de la parodia que corrí detrás del once de ellos. Si sobrás en el área propia, faltando tres minutos, saltás con el rival que tenés más cerca. Lo hacés aunque un compañero tuyo se le cuelgue de la cintura. Aunque el pobre tipo haga un esfuerzo supremo por despegarse del suelo con Gutiérrez abrazado a sus lienzos. Lo hacés aunque Montero ya esté repasando mentalmente qué estupidez tendrá que cobrar para anular el gol si la pelota tiene la mala idea de terminar dentro del arco.
Preste atención, amigo mío, porque fue entonces cuando nació la leyenda. Porque el pobre tipo, con la agarrada y el empujón de Gutiérrez, iba a pasarse irremediablemente. Por más que se arqueara hacia atrás. Por más que intentase quedar suspendido en el aire la gravedad iba a vencerlo y la pelota iba a caerme a mí, justito detrás suyo. Todas las leyes de la naturaleza indicaban eso. Llovía a mares. Y la gente saltaba como loca. Yo pensé en mi abuelo. No sé por qué (o sí, pero no tengo ganas de contarle). Y pensé en Galindo saludando bajo su sobretodo azul, con ambas manos en alto.
Todo pasó tan rápido que apenas se vio. Y se sumaron varias cosas que crearon una situación verdaderamente caótica. Por empezar, la lluvia era una cortina. Tanto que a diez metros se veía borroso, sobre todo bajo la luz de esos enormes reflectores. El árbitro, que ya quería terminarlo, estaba casi en el círculo central, esperando cualquier excusa para concluir el asunto. Cuando la pelota, inexplicablemente, salió lanzada hacia el arco, el utilero del equipo, Monzón, pegaba el primer mazazo en el tablero de control de la instalación eléctrica. Se estaba tomando el laburo a conciencia, porque la orden venía de arriba. Otra genialidad de Galindo, para asegurarse, por si le fallaba el coimero. A nadie iba a ocurrírsele jugar otro día esos dos o tres minutos restantes. Cuando pegó el segundo mazazo la pelota acababa de entrar, porque me acuerdo de ver, con nitidez, cómo se sacudió la red en el ángulo, y cómo se desprendieron mil gotitas de los piolines empapados. Ahí las luces sí se apagaron en medio de chisporroteos infernales. Los ojos de todos tardaron en acostumbrarse a la oscuridad. De vez en cuando, nomás, algún relámpago nos iluminaba apenas un instante. Parecíamos todos fantasmas quietos. Y de nuevo se escuchaba solamente la lluvia.
Al ratito llegaron con algunos faroles. Cuando vimos al árbitro tirado en el piso lo cargamos entre varios y lo llevamos al vestuario. Entró el doctor Cerantes, bajo su piloto impecable. Lo desvistió con cuatro ademanes rápidos de sus manos finas y de dedos largos. Lo auscultó, le puso dos dedos en la carótida. «Paro cardíaco», dijo. «El esfuerzo, tal vez», agregó, y no habló más. Se dio media vuelta y se dirigió hacia el palco para informar la noticia. En ese momento me pasaron los visitantes por al lado. Supe después que los subieron al camión que disparó enseguida para el pueblo de ellos, y que llegaron sanos y salvos. El custodia que quedó con el cuerpo dijo un «pobre tipo» cuando lo vio tan blanco tendido sobre la camilla. «Morirse así, en semejante momento.» Yo lo miré a Cortés, que lo tuvo que haber visto. Porque cuando el policía iluminó el cuerpo con la linterna, por encima de mi aprehensión natural a mirar a un cadáver, le vi clarito clarito la marca roja un poquito encima de la tetilla izquierda. Con un palo no había sido, porque era una herida fea fea, como esas que deja un fierrazo pegado con toda la furia. Cortés me devolvió la mirada. Pero no dijo nada.
¿Entiende más o menos cómo fue la cosa? Claro que falta explicar lo del ángel. Todo lo del ángel surgió después. Y ni siquiera sé bien de dónde salió. Yo lo leí recién en ese artículo que le trascribí al principio. De entrada entendí poco y nada, le soy sincero. Pero después entré a atar cabos. Y la imagen cierra. A esa altura de la noche, como ya le dije, no se veía nada. Las camisetas de ellos tenían rayas blancas y verdes, pero las nuestras eran completamente blancas, y los pantalones también. Y está el asunto del salto. Debe haber parecido un salto de otro mundo, pero sólo porque cuando los demás se quedan clavados al piso da la impresión de que el que salta, en realidad está volando. Piense que de inmediato todas las miradas siguieron el recorrido de la pelota rumbo al arco. Y que de súbito una oscuridad abismal envolvió a la concurrencia. ¿Qué imagen quedó impresa en las retinas? La del chisporroteo fulgurante de las torres de luz, mezclada con el salto de esa camiseta inmaculada y blanca. La muerte del árbitro bombero era una confirmación de la intervención divina en el asunto: justicia celestial sumariamente administrada. Y por encima de todo: ¿de qué otra manera explicar la derrota, de locales, con una superioridad numérica de once contra seis, con un árbitro coimero que te tira una mano bárbara? Armar y sostener la versión del ángel fue la única cura que tuvo mi pueblo para la herida de su orgullo.
Por lo demás, el asunto de la cabecera distrital para Primer Sargento se hizo humo. El asunto se siguió dilatando, hasta que en el 43 el golpe de Estado que derribó a Castillo terminó para siempre con la idea. De lo del árbitro jamás de los jamases se dijo nada. Tal vez sea mejor que usted tome con pinzas lo que le dije con respecto al cadáver. Yo no soy médico. Y la marca la vi a la luz de un farol en un vestuario atestado de gente. Pero por otro lado piense lo siguiente: en medio de la oscuridad y el tumulto húmedo del partido suspendido: ¿qué le hubiese costado a cualquiera de los visitantes encarar al petiso y destrozarle el pecho? Tal vez la sugestión distorsiona mi recuerdo, pero cuando pasaron como una exhalación rumbo al camión que los llevó de vuelta, hasta me parece recordar un extraño brillo en la mirada de ese back gigantesco expulsado cuando el tercer penal...
Volviendo a lo del ángel, el asunto a mí me vino bárbaro. Porque nunca tuve que explicar nada. Nadie vino a recriminarme con un: "A ver, ¿cómo fue que se te escapó ese ángel que te cabeceó en tus narices?". Al principio, es cierto, me preguntaban como a un testigo privilegiado: "Y decíme, José, vos que lo viste de tan cerca, ¿qué aspecto tenía?". Yo nunca quise entrar en detalles. Me limité a comentar que el resplandor me había enceguecido por completo. O que por delante de mí había pasado una exhalación helada seguida por una estela ardiente como la cola de un cometa. Ni siquiera con mi mujer, que en paz descanse, hablé nunca seriamente del asunto.
Ya sé que ahora se lo digo a usted, pero no sé, ahora es distinto. Aparte usted prometió no divulgarlo, y a esta altura de mi vida no pierdo nada con creerle. Y en el peor de los casos, si en mi pueblo tienen que elegir entre creerme a mí, que vivo aquí desde que nací, y creerle a usted, que es un periodista de Buenos Aires y acá no lo junan ni de mentas, van a elegirme a mí, no tenga dudas.
Igual es gracioso, ¿no? Cómo se dan las cosas. El salto cristalino. Mi camiseta blanca, sin una mancha de barro. El giro imperceptible de la cadera. El frentazo limpio, con los ojos bien abiertos, eligiendo el lugar para meter la pelota. Uno de los mejores cabezazos de mi vida, y fíjese usted en qué circunstancias. Pero qué importa. Porque encima de todo, mientras la bola se alejaba de mí alta, recta, inalcanzable rumbo al ángulo izquierdo, me fue ganando esa sensación dulce que me subía desde las tripas, esa tibieza mansa, esa certidumbre de estar poniendo finalmente las cosas en orden. La pucha.
Libro: Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol (2000).
Cuadros negros y blancos. Las piezas comienzan a atacarse. Conocés mi juego, siempre estudié tu estrategia. Me dejé ganar una y otra vez.
Media docena de partidas te alcanzaron para patear el tablero. Allí empujaste mi cuerpo hacia una salida oscura. Acomodaste los ejércitos dispuestos a una nueva batalla. Un sutil llamado, entremezclado con efusión y pureza, tocó mis oídos.
Tentado nuevamente por la propuesta, me senté allí, frente a tu provocación. Ahora sos quien concede la conquista.
(Creo que será suficiente con las reglas del ajedrez).
Sobre el tablero no hay más piezas. ¿Cuándo entenderemos que solo 'en tablas' nos podremos amar?
Su mundo monárquico era la escenografía perfecta de las estupendas y verdes praderas. Fino linaje, castillos mágicos y bosques encantados Una postal surgida, quizá, en los tantos cuentos de hadas. También ella parecía fluir de esas páginas. Era fina, elegante, galana, algo así como un manto celestial parecía rodear tanta belleza.
Una tarde, donde el otoño le hizo guiño al invierno, y se desprendían hojas secas del cielo, asistió a un a un juego ajeno a aquella alcurnia cotidiana; se vio sorprendida en la platea femenina de la cancha de Laferrere.
Su tierna mirada no escapaba a ese contexto de colores paganos, un sitio desconocido y vulgar. De gente vulgar, con aroma a carne asada. Desaforados cavernícolas de torsos desnudos vociferando canciones inentendibles. Sentía bramar desde las descascaradas gradas un coro sin orquesta. Todo era abismal a su esencia. Es que ella era polo, críquet, golf y esto... Esto era fútbol. Muy lejos estaba, entonces, de aquella belleza estéticamente colosal a la que asistía habitualmente con el linaje de la Corte.
Esto era fútbol...Y apareció él, un custodio, un guardián de los arrabales del área. Perfil rústico, con marcadas cicatrices generadas a la intemperie de mil batallas. Fiereza, convicción, arrojo total. Mortífero y, si ameritaba el acontecimiento, hasta aceptaba pautar con el diablo durante 90 minutos. Creció recibiendo centros envenenados, se crió manoteando rivales amenazantes. Y esa permanente escena de suicida espíritu, 1o había transformado en un guerrero medieval.
La princesa quedó encantada. Era el hombre perfecto de los ejércitos del Rey. En ese mismo instante, una tarjeta roja voló por el cielo cerúleo disparando brutalmente la dinámica del destino. Sobrevino una mirada clavada en la muchedumbre camino a la boca del túnel. Todo terminaba para él. Era la nada, casi un final anunciado. Paso cansino, apenas movimientos descorazonados de esas piernas estevadas en tantas batallas. Pero apenas un mínimo giro fue suficiente para sentir esa pócima abstracta, invisible, inevitable, que emanaba de esa figura perfecta, de bellos y largos cabellos rubios. El hechizo de la princesa le traspasó la sangre. Entonces, nada había culminado para él. Se iniciaba allí un camino maravilloso de amor. La gramilla seca del rectángulo matancero y las verdes praderas mixturaron colores de una misma postal.
"El amor de la princesa y el villano", reflejó en esos días el título de un diario amarillo de la época. Intentaron continuar el tema y transformarlo en el culebrón generador de masivas ventas. Nada. No pudieron. Era solamente repetir presunciones y viles inventos. Como actores reales de un relato fantástico, desaparecieron, se esfumaron, quizá volaron en un beso.
Esa tarde leí en tus ojos una sutil lejanía. Tu gesto me asombró cuando lo apartaste sin probar. Yo no tomo eso -dijiste-. "Eso" era el mate compartíamos desde los quince. Desde aquel día que en casa de tu hermano, mi amigo, cuando guitarreada por medio, intercambiamos miradas de estaremos juntos para siempre
Me enamoraron e inmediato tus trenzas oscuras, tu hoyuelo en la barbilla, tu entusiasmo llamando al futuro. Nos tomamos de la mano y quedamos prendados en silencio mirando el mar. De ahí en más iniciamos un camino juntos.
Ahora es otra etapa. Me había programado para la del Jubileo. Los chicos ya grandes y ubicados. Podríamos viajar, hacer nuestros planes sin horarios ni obligaciones. ¡Qué felicidad! Nadie me alertó que esto podía pasar. Sí, claro que escuché y bromeaba incluso: es el alemán, cuando olvidaba un nombre, una calle, un detalle...
¿Pero esto? Esto nunca lo imaginé, ni mi desesperación, ni mi impotencia. Después de lo del mate avanzó tu desmemoria y cómo.
Al despertar me visto con una coraza para recibir la peor de las estocadas:
-¿Usted quién es?
Fui aprendiendo a ser paciente, a trascender mi dolor, a imbuirte de toneladas de amor, a imaginar qué harías vos si la situación fuese al revés. No tengo dudas, harías lo mismo y mucho más.
Sin desistir, respiro coraje, y te cuento. Te cuento bonitas historias que compartimos en otro tiempo. Fueron tantas en tantos años. Aguardo una señal -mínima-, estás tomando los remedios, haciendo los ejercicios cognitivos en el Centro de Salud, ese que te brinda tanto apoyo y cuidados.
Acompaño los relatos con pilas de fotos en blanco y negro. Como los claroscuros de tu cerebro, pienso. Acá de novios, acá de luna de miel. En esta está Marisa de bebita, en esta se agregó Santi y en esta el cumpleaños de... Aquel paseo en canoa ¿Te acordás?
Estoy tratando de olvidar mis propios recuerdos, los trozos más placenteros, es que es demasiado triste no poder recorrerlos con vos. Anhelo un parpadeo, una sonrisa, un "soy yo, volví". Nuestra vida, después de todo, era presente fundada en un pasado que construimos los dos. Ahora de qué me agarro, y me doy uenta que retomo mi egoísmo. Me enojo tanto, lloro, me falta el aire, maldigo, puteo, soy humano.
Espero un milagro. La ciencia progresa sin freno. El ser álmico tiene vericuetos incomprensibles.
¿De qué profundidad habrás emergido para que tus pupilas se alumbraran con una repentina luz? ¿Fue al mirar la foto del secundario, los dos sonrientes?
¿O fue al escuchar los acordes de la canción de aquel nuestro primer encuentro? "Yo vendo unos ojos negros... larala larala la".
¿Qué laberinto de misterio y lucha surcará tu mente que hizo que tu mano decidida buscara la mía?
Esta mañana por fin no me preguntaste quién era, quién era yo y tu voz pronunció con antiguo dulzor:
¿Qué decís, pibe? Llegaste temprano. Vení, acomodate. “¡Hey, jefe: dos cafés!”. Dejate de jorobar, pibe, yo invito”. El sábado pasado convidaste vos. ¿Y qué tiene que ver que hoy sea el clásico? El café sale lo mismo. Van uno a cero.
Miralo bien al petisito que juega de nueve. Lo vi en el entrenamiento del jueves, no sabés cómo la lleva. Se mezcló bárbaro con la Primera. Lo acaban de traer. De Merlo, creo. Una maravilla. Aparte ahora que nos cagó Zabala nos hacen falta delanteros. Es una fija, pibe. La única que nos queda es sacar pibes de abajo. Y sacarlos como si fueran chorizos, ¿eh? Si no, te pasa como con Zabala. El club se rompe el alma para retenerlo cuatro, cinco años, y a la primera de cambio cuando le ofrecen dos mangos se te pianta a cualquier lado y te desarma el plantel. Sí, seguro. Si no les importa nada. ¿La camiseta? No pibe, ésa te calienta a vos o a mí, pero ¿a éstos? ¿No fue el imbécil éste y firmó para Chicago? Ya sé que es un traidor, pero fijate lo que le importa.
Se muda al Centro y listo, si te he visto no me acuerdo. Igual no te preocupés. Hoy no la va a tocar. A ese matungo no le da el cuero para amargarnos la vida. Ya sé que con Chicago la cosa se puede poner fulera. Clásicos son clásicos. Pero quedate tranquilo. Es un amargo y no se va a destapar ahora.
Si vos hubieras vivido en la época de Gatorra sí que te hubieses chupado un veneno de aquéllos. Vos no habías nacido, ¿no? Si fue hace una pila de años... ¿Y cómo sabés tanto del asunto? Ah, tu viejo estuvo en la cancha. Bueno, entonces no tengo que recordarte mucho. Fue algo como lo de Zabala pero peor. Porque Gatorra era nuestro, pero nuestro, nuestro. Desde purrete había jugado con los colores gloriosos. Pero resulta que en el pináculo de su carrera, cuando nos dejó a tres puntos del ascenso en una campaña de novela, va y firma con Chicago. Fue el acabose, pibe, el acabose. No lo lincharon porque en esa época la gente se tomaba las cosas con más calma. Porque en Chicago la siguió rompiendo. Y para peor, en el primer clásico en el que jugó contra nosotros, con ese harapo bicolor puesto en el lugar donde hasta entonces había estado “la gloriosa”, nos metió tres goles y nos los gritó como un loco. Así, pibe, sin ponerse colorado. Lo putearon de lo lindo, pero el resentido parece que cuanto más lo insultaban más se enchufaba. Escuchame un poco: el tercer gol lo metió de taco, con las manos en la cintura, sonriendo para el lado en que estaba la hinchada del Gallo. Ni te imaginás, pibe.
Así que tu viejo lo vio, fijate un poco. Si hubieses estado, nene. No sabés lo que fue aquello. Pero 10 mejor, lo mejor...
¿Te cuento una historia rara? ¿Seguro? Tiempo tenemos: van cinco minutos del segundo tiempo. Falta como una hora para que empiece. Bueno, entonces te cuento: ¿qué me decís si te digo que ese partido de los tres goles de Gatorra con la camiseta de Chicago yo lo vi en medio de la tribuna de ellos, rodeado por esos ignorantes que gritaban como enajenados? ¿Qué me dirías si te digo que los dos primeros goles hasta tuve que alzar los brazos y sonreír como si estuviera chocho de la vida?
¿Sabés qué pasa, pibe? La verdad es que Gatorra no era el único traidor de aquella tarde: yo también estaba del lado equivocado. Sí, flaco, como te cuento. Y todo, ¿sabés por qué?: por una mina. Todo por una mina, ¿te das cuenta? No, ya sé que no entendés ni jota. No te apurés. Dejame que te explique.
A veces la vida es así, pibe, te pone en lugares extraños. La cosa vino más o menos de este modo: un año antes más o menos de ese partido de la traición de Gatorra, les ganamos en Mataderos, encima con un gol de él, fijate un poco. A la salida me desencontré con los muchachos de la barra, así que entré a caminar por ahí, cerca de la cancha, pero me desorienté feo. Muy tranquilo no andaba, qué querés que te diga. Ya era de tardecita, y terminar a oscuras rodeado de gente de Chicago no me hacía ninguna gracia, sabés. Pero en una de ésas doy vuelta una esquina y la veo. No te das una idea, pibe. Era la piba más linda que había visto en mi vida. Llevaba un trajecito sastre color grisecito. Y zapatitos negros. Mirá si me habrá impactado: jamás de los jamases me fijaba en la pilcha de las minas. Y de ésta al segundo de verla ya le tenía hasta la cantidad de botones del chaleco. Era menudita pero, ¡qué cinturita, mama mía, y qué piernas! Bueno, pibe, no te quiero poner nervioso. Y cuando le vi la cara... ¡Qué ojos, Dios Santo! No sabés los ojos que tenía. Cuando me miró yo sentí que me acababa de perforar los míos, y que el cerebro me chorreaba por la nuca. Qué cosa, la pucha. Estaba apoyada contra un auto, con un par de fulanos a cada lado. Dudé un momento. Si me paraba ahí y la seguía mirando capaz que esos tipos me terminaban surtiendo. Pero, ¿si me iba? ¿Cómo iba a verla de nuevo? No tenía ni idea de dónde cuernos estaba. Era entonces o nunca. Así que enfilé para donde estaban. Sí, como lo oís. Mirá que me he acordado veces, pibe. ¿Cómo me animé a encarar hacia el grupito ése, de nochecita, en Mataderos, después de llenarles la canasta? Y fue por amor, pibe. No hay otra explicación posible ¿Qué vas a hacerle?
Cuando me acerqué medio que entre dos de los fulanos me salieron al paso. Ahí un poco me quedé: los medí y me avivé de que me llevaban como una cabeza. Atorado, voy y les pregunto para dónde queda Avenida de los Corrales. Apenas hablé me quise morir. Ahí nomás se iban a apiolar: ¿qué hacía un tarado caminando solo por Mataderos el sábado a la nochecita, preguntando por Avenida de los Corrales, si no era un hincha de Morón que venía de llenarles la canasta y no tenía ni idea de dónde estaba parado? Tranquilo, Nicanor, me dije. Capaz que estos tipos ni bola con el fútbol. Pero la esperanza me duró poco. Uno de los tipos me encara y me pregunta de mal modo: “¿Vos no serás uno de esos negros de Morón, no?”. Yo me quedé helado. Iba a empezar a tartamudear una excusa cuando la oí a ella: “Alberto, cuidá tus modales, querés”. Dijo cinco palabras, pibe. Cinco. Pero bastó para que yo supiera que tenía la voz más dulce del planeta Tierra. Casi me la quedo mirando de nuevo como un bobo, pero el instinto de conservación pudo más y me encaré con el tal Alberto. Yo sé que ahora te lo cuento, cuarenta años después, y parece imperdonable. Pero ubicate en el momento. La piba ésta. Yo con el amor quemándome las tripas. Y esos cuatro camorreros listos para llenarme la cara de dedos. La boca puede caminarte más rápido que la mente, sabés: “¿Qué decís? ¿De Morón? Ni loco, enterate”. Y volví a mirarla. A esa altura ya me quería casar, sabés. Así que no se me movió un pelo cuando seguí: “De Chicago hasta la muerte”.
Los tipos sonrieron, y a mí me pareció que ella se aflojaba en una expresión tierna. El único que siguió mirándome con dudas fue el tal Alberto: “Y decime, si sos de Chicago, ¿cómo cuernos no sabés dónde queda la Avenida de los Corrales?”. Era vivo, el muy turro. Los demás me clavaron los ojos, repentinamente apiolados del dilema. Pero yo andaba inspirado. Y la miraba de vez en cuando a la piba y el verso me salía como de una fuente: “Resulta... -me hice el que dudaba si exponer semejante confidencia-, resulta que es la primera vez que puedo venir a la cancha”. Los tipos me miraron extrañados. Yo ya andaba por los treinta, así que no se entendía mucho semejante retraso. “Yo vivo en Morón -seguí-, es cierto, pero... -los tipos me clavaban los ojos-, pero volví a caminar recién hace cuatro meses”.
Te la hago corta, pibe. Arranqué para donde pude, y lo que se me ocurrió fue eso. Supongo que fue por los nervios. Pero no vayas a creer. Después fui hilvanando una mentira con otra, y terminó tan linda que hasta yo terminé emocionado. Les dije que de chiquito me había dado la polio y había quedado paralítico. Y que por eso nunca había podido ir a la cancha. Agregué que me hice fanático de Chicago por un amigo que me visitaba y que después murió en la guerra (no sé en qué carajo de guerra, dicho sea de paso, pero les dije que en la guerra). Y que me había enterado de que en Estados Unidos había un doctor que hacía una operación milagrosa para casos como el mío. Y que había vendido todo lo que tenía para pagarme el tratamiento. Terminé diciendo que había sido todo un éxito. Que había vuelto hacía dos semanas, después de la rehabilitación, y que apenas había podido me había lanzado a Mataderos a ver al Chicago de mis amores. Tan poseído del papel estaba que cuando conté mi tristeza por los dos goles recibidos en la tarde se me quebró la voz y se me humedecieron los ojos. Cuando terminé los cuatro energúmenos me rodeaban y el tal Alberto me apoyaba una mano en el hombro.
“Me llamo Mercedes, encantada”. Me alargó la diestra, y mientras se la estrechaba pensé que cuando llegara a casa me iba a cortar la mano y la iba a poner de recuerdo sobre la repisa. Tenía la piel suave, y me dejó en los dedos un aroma de flores que me duró hasta la mañana siguiente. Después se presentaron los tipos. Tres eran hermanos de ella, “gracias a Dios”, pensé. Y el coso ése, Alberto, era un amigo. “Me cacho en diez, será posible, el muy maldito”, me lamenté.
Estaban en la vereda de la casa de ella. Y acababan de volver del partido. El corazón me dio un vuelco cuando me enteré de que el papá de ella era miembro de la comisión directiva, y que el más grande de los hermanos era vocal de la asamblea. No sólo eran de Chicago: ya era una cosa como Romeo y Julieta, ¿viste?.
Resulta que iban todos los sábados a ver a Chicago, pero Mercedes iba sólo cuando jugaban de locales. Y al palco, junto con el padre. Los hermanos y el otro tarado iban a la popular, con algunos amigos. Se ofrecieron a llevarme a casa. Traté de disuadirlos, diciéndoles que en Morón tal vez no fueran bien recibidos, pero insistieron. “Tendrás que descansar”, decían.
Yo fui rezando todo el viaje para no cruzarme con ninguno de los vagos de mis amigos. Llegué sano y salvo. Tuve el cuidado de cojear levemente al bajar delante del portón de casa. Los saludé efusivamente. Ellos se dijeron algo mientras yo me alejaba. “¡Nicanor!”, me llamó el hermano grande. “¿Querés venir el sábado con nosotros?”. Mi alma estaba vendida definitivamente al diablo. Me di vuelta. Y algo vi en los ojos de ella que me decidió. “Seguro -contesté-. Pero no se molesten hasta acá. Los veo en la sede”. Los miré alejarse creyendo entender a San Pedro cuando escuchó cantar al gallo el Viernes Santo.
Cuando entré a casa la encaré a mi vieja y le di rápido el resumen de mi nueva vida. Pobre viejita, no entendía nada. Cuando le dije que me habían traído unos hinchas de Chicago rajó para la heladera para prepararme unos paños fríos. “Vos te insolaste”, diagnosticó. Pero la seguí hasta la cocina y con paciencia le expliqué varias veces el asunto. “¿Tan rica es esa chica, Nicanor?”, me preguntó. “No me pregunte, mamita”, contesté turbado. Se ve que entendió, porque nunca más me dijo nada.
Con los muchachos la cosa iba a ser distinta. ¿Cómo explicarles semejante agachada? No me animé a hablar. Tuve que apilar una mentira sobre la otra, y sobre la otra, y así hasta formar una torre interminable. En el barrio dije que me había salido un laburito de contabilidad en una empresa de colectivos, los sábados. Y los muchachos, lógicamente, se quejaron. Decían: “¿Para qué lo querés Nicanor? Si con el sueldo del banco para vos y tu vieja te alcanza y te sobra”. Y yo que “no, sabés que pasa, que quiero ahorrar unos manguitos”, y toda esa sanata. La vieja resultó de fierro. Tan entregado me veía a mí que hasta colaboró con alguna mentirita menor para darme más coartada.
Cuando salía a hacer las compras comentaba que el pobre Nicanor estaba deslomándose con dos trabajos, para comprarle los remedios para el asma. “¿Y desde cuándo tiene asma, Doña Rita?” “Es ‘asma muda’, por eso”, contestaba. Pobre viejita, se ve que en la familia nunca fuimos demasiado brillantes para el verso.
El asunto es que en ese año emprendí una doble vida de Padre y Señor nuestro. Durante la semana hacía mi vida normal: después del banco pasaba por la sede del Deportivo a tomar una copita y jugar naipes con los muchachos. Cara de póker, como si nada. Una vez sola estuve a punto de pisar el palito. Se habían trenzado en una discusión de las habituales, pero ese día se les había dado por lucirse citando equipos en cuya formación se repitieran ciertos nombres de pila. No sé, Carlos, Artemio, el que fuera. Y voy yo como un pelotudo y digo que en la primera de Chicago juegan cuatro tipos que se llaman Roberto. Me miraron como si fuera un extraterrestre. Salí del paso levantando el dedo y con voz solemne: “Y, viejo, conoce a tu enemigo” o alguna imbecilidad por el estilo. Pero transpiré la gota gorda. ¿Qué querés? Pasaba lo evidente. Todos los sábados a ver a Chicago. Chicago para acá, Chicago para allá, como si fuese el hincha más fiel del planeta. Ya me conocía hasta las mañas del aguatero suplente. Pero ¿cómo no iba a ir? Si a la vuelta los hermanos me insistían para que me quedara a un vermouth en casa de Mercedes. Por supuesto me los tenía que bancar al viejo y a los hermanitos, pero también estaba ella, que se prendía a las conversaciones futboleras con elegancia pero sin remilgos.
Todo tenía sus ventajas: si perdía Chicago yo disfrutaba como un príncipe heredero las caras de culo de mis acompañantes, mientras fingía certeras palabras de consuelo y pronosticaba futuras abundancias. Si ganaban, la algarabía del papá solía redundar en una invitación para comer afuera, todos juntos, Merceditas incluida. Así que no podía quejarme. Es cierto que la conciencia a veces me remordía mientras saboreaba la picada con el Gancia rodeado de mis enemigos de sangre. Pero de inmediato se acercaba Mercedes, precedida por su sonrisa de arco iris y su mirada de incendio; Mercedes rodeada por su fragancia de mujer inolvidable, ofreciéndome la última aceituna antes de que se la deglutieran aquellos mastodontes, y la sensación de culpa se disolvía en una egoísta gratitud a Dios y a la creación en general.
Pero lo bueno dura poco, pibe. Ese es el asunto. Ya iba para un año de mi traición inconfesa cuando se me vino encima el choque del siglo. Morón versus Chicago, con el malparido de Gatorra estrenando los trapos verdinegros luego de venderse a Lucifer por unos pocos pesos. Yo ya tenía decidido enfermarme de algo incurable ese fin de semana y ver el clásico desde la tribuna correcta de la vida. Ya había anunciado en la sede del Deportivo que en la empresa de colectivos había pedido un adelanto de vacaciones para disfrutar de esa tarde impostergable, en la cual con justa razón los simpatizantes del Gallo harían naufragar al 'vendido' en un océano de insultos que perseguiría su memoria por el resto de la eternidad. Los muchachos habían recibido mi anuncio con alborozo. En el campamento enemigo abrí el paraguas aludiendo a cierta enfermedad incurable de una cierta tía mía residente en Formosa (que súbitamente se agravaría y me llamaría a su lado para no despedirse del mundo en soledad).
El problema surgió el martes anterior al partido. Debo confesar que para ese entonces yo asistía los martes a la nochecita a un vermouth en la sede de Mataderos. No me mirés así, pibe. Yo estaba compenetrado de mi papel, y Mercedes me tenía totalmente enajenado. Pero los cuatro brutos ésos me la marcaban de cerca. De alguna manera tenía que verla entre semana, aunque fuera de pasadita. Además, estaba ese fulano Alberto, el “amigo”, que no la dejaba ni a sol ni a sombra. En verdad, nunca los había visto en actitud de noviecitos. Nada que ver. Pero el tipo se la comía con los ojos. Y al viejo de ella lo seguía como un perro, el muy guacho. Le chupaba las medias que daba asco: le llevaba los papeles, le hacía de chofer, le tenía la puerta vaivén de la sede. Lástima que yo siempre fui tan bueno. Porque si no, en algún amontonamiento en la popular lo empujo y termina veinte escalones más abajo con cuarenta huesos rotos, viste. Pero siempre fui un romántico bobalicón, qué le vas a hacer.
Pero ese martes anterior al clásico se me vino el mundo abajo. El muy imbécil va y anuncia en la mesa de café que el viejo de Merceditas lo ha autorizado a llevarla al cine el sábado a la noche, como festejo especial del previsible triunfo de Chicago en el clásico vespertino. Los hermanos de Mercedes lo palmearon complacidos; y yo tuve que fingir algo parecido a una sonrisa aprobatoria.
Ahora no tenía salida. O lo mataba el sábado en la cancha o el tipo me ganaba definitivamente de mano. Justo ahora, que Mercedes prolongaba las miradas que cruzábamos furtivas en el vermouth de la nochecita, y me buscaba tema de conversación cuando nos encontrábamos a la salida del palco y caminábamos todos juntos hasta el auto. ¿O era una impresión mía, inducida por el embotamiento del amor que le tenía? El hecho, pibe, es que tuve que dar media vuelta en el aire y cambiar de planes.
A los muchachos les dije que en la empresa de colectivos me habían denegado el permiso, bajo amenaza de echarme. Ellos ofrecieron quemar la terminal con mis jefes adentro, pero los disuadí entre sonrisas, convenciéndolos de que no era para tanto. A los hermanos de Mercedes les dije que mi tía la que se estaba muriendo en Formosa se había curado de repente.
Celebraron y brindaron a mi salud y a la de mi tía. Al único que se lo vio medio arisco fue al tal Alberto, como si sospechara algo turbio, o como si lo hubiese desilusionado mi permanencia en Buenos Aires. Por supuesto que verlo así me llenó de alegría.
Con todas esas complicaciones de última hora no tuve tiempo de detenerme a pensar seriamente en las dificultades de presenciar ese clásico histórico en la tribuna visitante. ¿Entendés, chiquilín? Primera dificultad: que me reconociera la gente del Gallo. Solución: anteojos negros, cuatro días sin afeitarme y un amplio sombrero para protegerme del sol. Segundo problema: llegar en medio de los visitantes y ser reconocido pese a mis camuflajes. Solución: entrar a primera hora, solo, y esperar en las gradas la llegada de la tribu de Merceditas, bien escondido en el extremo de la popular opuesto a la zona de plateas.
Quedaba un tercer problema, pero éste no tenía solución posible: soportar noventa minutos en nuestra cancha en silencio, o moviendo los labios acompañando a los energúmenos éstos, mientras del otro lado del césped los nuestros descargaban su justo rosario contra esos malparidos y sobre todo contra Gatorra, su más pérfida y reciente adquisición. Y mientras tanto rezar, rezar para que nadie se diera cuenta de la impostura, para que Gatorra estuviese en una mala tarde, para que ganáramos el clásico, para que la derrota le torciese el humor al padre de Mercedes y cancelara la salida al cine de la noche en el auto del tarado de Alberto. Demasiados pedidos para un solo Dios en un solo rezo. Pero, ¿qué iba a hacer, pibe?.
Cumplí mi plan a la perfección. Llegué a la una en punto, recién abiertas las puertas. Completé mi atuendo con un piloto verde y amplio que había sido de mi difunto tío. No sabés la facha, pibe: sombrero ancho, anteojos negros, capote militar y barba de varios días. Cuando me vio salir de casa a la viejita casi le da un soponcio. Tuve que sacarme todo de raje para mostrarle y convencerla de que no era una aparición de San La Muerte.
¿Qué te contaba, pibe? Ah, sí. Que llegué temprano y me acomodé bien arriba en las gradas a esperar. Cuando fueron llegando los de Chicago no hablaban de otra cosa: jorobaban con cuántos goles nos iba a meter Gatorra, practicaban los cantitos alusivos, hacían gestos, no sabés, pibe. Una tortura. A eso de las dos cayeron los hermanos de Mercedes. Tuve que hacerles señas mientras me acercaba a ellos para que me reconocieran. Aduje una extraña reacción cutánea que me obligaba a protegerme del sol. “¿Qué sol, si en cualquier momento llueve?”. No podía faltar el inoportuno de Alberto para buscarle la quinta pata al gato. “Secuela de la operación, por la anestesia, sabés”. Los otros lo codearon, enternecidos por mi sufrimiento, y lo obligaron a callar.
Cuando faltaban quince minutos, en la tribuna visitante no cabía un alfiler. La verdad, ellos habían traído a todo el mundo. Y a la luz de cómo fueron los hechos hicieron bien, ¿no? Imaginate pibe: ser testigo de una goleada bárbara con tres tantos de un tipo que traicionó a tus enemigos y ahora juega para vos. ¿No parece un cuento de hadas, pibe?.
A Merceditas la ubiqué enseguida gracias al enorme paraguas negro que el viejo de ella abrió cuando empezó a chispear, faltando cuatro minutos. Levanté un brazo a modo de saludo, y ella me contestó con una sonrisa que me levantó la temperatura debajo del capote verde. ¿Cómo hizo para ubicarme con semejante indumentaria? En ese momento me dije que era el amor el que la guiaba con sus dictados. No pongás esa cara, pibe, ya sé que uno es cursi cuando habla de amor, pero qué querés. Si la hubieses visto como yo la vi. Nunca más volví a ver a una mina tan linda como estaba Merceditas esa tarde. Llevaba un vestidito verde con cartera y zapatitos negros (y qué querés, si la pobre no conoció otro cuadro) que le quedaba que ni pintado. Y el pelo recogido en un rodete. Y los labios rojos. Me hubiese quedado mirándola el resto de la tarde. Bah, el resto de la vida.
Pero cuando salieron a la cancha los ojos se me fueron a Gatorra. El muy guacho iba bien erguido, encabezando la fila. Recibía los insultos casi con gracia, con elegancia. Cuando enfiló para el medio miró hacia la hinchada visitante que se vino abajo. En esa época los equipos no solían saludar desde el medio, pero el soberbio éste se tomó el tiempo de alzar los brazos en dirección a las vías del Sarmiento, para que a sus espaldas un rumor de rabia se alzara como un incendio desde la barra enfurecida. Yo rezaba debajo de mi disfraz para que lo partieran a la primera de cambio. Pero se ve que Dios andaba en otra cosa. Porque este malnacido, este traidor imperdonable, eludió a cuatro tipos y la tocó suavecita a la salida del arquero. Alrededor mío los fulanos se subían unos a otros, lloraban, gritaban como energúmenos, levantaban los brazos gesticulando obscenidades. Sintiéndome Judas tuve que alzar los brazos, para no botonearme tanto. En cuanto pude miré para el palco y la vi a Mercedes aplaudiendo con la carterita colgada del antebrazo izquierdo y sonriendo hacia donde yo estaba; y solté dos lagrimones de dolor que me corrieron bajo los lentes oscuros. La impotencia, ¿sabés?.
Veinte minutos más y ¡zas! Córner y un cabezazo del cornudo de Gatorra. Dos a cero y de nuevo el delirio. Ahí yo empecé a pensar que en realidad todo era un castigo por mi traición; y que la culpa de esa humillación colectiva la tenía yo, el Judas moderno del fútbol argentino. Decí que cuando terminó el primer tiempo y todos los tipos se apuraron a apoyar el trasero en algún huequito libre de los escalones, yo me hice el otario y me quedé parado. Me pasé los quince minutos hablando por gestos con Merceditas, a través de la distancia. Ya sé, flaco: alrededor mío tenía cinco mil tipos convencidos de que yo era un pelotudo. Pero qué querés, si era un primor la piba. Aparte, de vez en cuando, lo relojeaba de costadito al tal Alberto y estaba hecho una furia, no sabés.
En el segundo tiempo nos pegaron un peludo inolvidable, pero estaba por terminar y no nos habían vacunado de nuevo. Yo miraba el reloj cada veinticinco segundos, desesperado porque terminara de una vez por todas el suplicio chino. “Quedate tranquilo, Nicanor, que están muertos”, me tranquilizaban los hermanos. “Ya sé, ya sé”, contestaba yo, en una mueca semisonriente, y con ganas de descuartizarlos con una sierra de calar. Yo los veía a los nuestros, al otro lado del océano verde, y el pecho se me hinchaba de orgullo. Seguían cantando e insultándolo a Gatorra en cuatro idiomas, indiferentes a las burlas y al oprobio. ¡Qué no hubiera dado por estar entonces del otro lado! Pero de inmediato giraba hacia mi derecha y la veía a ella, tomadita del brazo del viejo, indefensa, pura, increíblemente hermosa, y me decidía a tolerar unos minutos más.
Pero lo que pasó entonces fue demasiado. Faltaban cinco. Se escapa Gatorra y enfrenta al arquero. Le amaga y lo pasa. Se detiene. La hinchada visitante grita enloquecida. El arquero vuelve sobre sus pasos. El Traidor, con la sangre fría de un cirujano, vuelve a enganchar y el guardameta pasa como una tromba para el otro lado. A mi alrededor deliran. Pero falta. Porque el inmundo ése se da vuelta con las manos en jarra, observa parsimoniosamente a la heroica hinchada del Gallo, y le da a la bola un tacazo displicente en dirección al arco vencido. Para terminar de perpetrar su osadía, se acerca al alambrado y empieza a besarse el harapo verdinegro que los turros esos usan de camiseta.
Uno de los hermanos de Mercedes me estampó tal apretón que casi me arranca el sombrero. Delante mío dos tipos lloraban abrazados. Yo miraba sin poder dar crédito a mis ojos. Enfrente, la hinchada de mis amores en un silencio de sepulcro. Alrededor estos fulanos con una chochera de mil demonios. Y al pie de las gradas Gatorra besuqueándose la casaca con cara de chico bueno y cumplidor. Es el día de hoy que aún recuerdo la sensación de fuego que empezó a subirme desde las tripas, y que terminó casi quemándome la piel de la cara. Y para colmo van los nuestros, primero sueltos, algunos pocos, luego más, por fin todos, dándole al “¡El que no salta, es de Chicago... el que no salta, es de Chicago!”, y a mí se me empezó a dar vuelta el estómago como si me estuviesen mirando a mí a través de todo el largo de la cancha; como si ni el sombrero ni el capote ni los lentes oscuros hubiesen bastado para tapar la traición delante de los míos. Supongo que tratando de encontrar fuerzas para seguir corrompiéndome, miré hacia la platea para verla. Allí estaba, como siempre en todo ese año de mi perdición: bella, perfecta, inolvidable. Sonriendo hacia donde yo estaba, quemando el cemento desde su sitio hasta el mío con las chispas de sus ojos incandescentes.
Le pedí a Dios que me hiciera nacer de nuevo. Que me cambiara de vida. Que me arrancara para siempre la memoria. Pero algo adentro mío, algo empezó a crecer mientras escuchaba los cantos del otro lado y las burlas de éste, una mezcla de vergüenza y de pudor y de rabia por saber al fin definitivamente que no podía, y que por más que quisiera y lo intentara nunca jamás de los jamases podría cambiar de vereda, aunque la perdiese a ella para siempre, aunque me pasase el resto de la vida lamentándome semejante cuestión de principios, porque tarde o temprano todo iba a saltar, porque un martes u otro les iba a terminar cantando las cuarenta en esa sede de mierda que tienen ellos, o un sábado del año del carajo me iba a pudrir de aplaudir castamente los goles de ellos, y porque aunque no les partiera una botella en la zabiola a todos los hermanos y al tal Alberto, tarde o temprano en la jeta se me iba a notar que no, que nunca jamás en la puta vida voy a ser de Chicago, porque mis viejos me hicieron derecho y no como al turro malparido de Gatorra. Y cuanto más me calentaba conmigo, más me calentaba con él, porque mientras se besaba la camiseta más y más yo sentía que me decía: “Vení, Nicanor, vení conmigo acá al pastito, dale vos también algunos chuponcitos a la camiseta, dale Nicanor, no te hagás rogar, si vos y yo somos iguales, si los dos somos un par de vendidos, yo por la guita y vos por la minita, pero somos iguales; dale Nicanor, qué te cuesta, dale, sacate el disfraz y vení, que estamos cortados por la misma tijera, pero por lo menos yo no me ando escondiendo”.
Cuando tuve a mis hijos me puse nervioso, es cierto. Pero nunca sufrí tanto como esos dos minutos de los festejos del tercer gol de Gatorra en cancha nuestra. Te lo juro. Volví a levantar los ojos. Todo seguía igual. Alrededor mío la hinchada de Chicago comenzaba a apaciguarse: se destrenzaban los abrazos, algunos se sentaban para reponer energías, otros se ajustaban la portátil a la oreja para escuchar los detalles. Enfrente bailaban las banderas rojiblancas. A mi derecha, Mercedes me acunaba en sus ojos. Abajo, el traidor prolongaba un poco más la burla hacia mi gente.
De ahí en más no pude controlarme. Miré por anteúltima vez a la platea e hice un gesto de adiós con la mano. Después me erguí en puntas de pie. Hice bocina con ambas manos. Respiré hondo. Entrecerré los ojos. Y cacareé con todas las fuerzas de mi alma renacida un: ¡¡¡¡¡GATORRA VENDIDO HIJO DE MIL PUTA!!!!! que se escuchó hasta en la Base Marambio.
No tuve ni tiempo de disfrutar la sensación de alivio que me sobrevino apenas lo mandé al carajo, porque en el instante en que me enfrié un poco tomé conciencia del sitio donde estaba: ahí solito con mi alma, en medio de los leones, listo para ser devorado. Cuando miré a las fieras, había por lo menos sesenta pares de ojos clavados en mi pobre persona, y por los cuchicheos se iba corriendo la voz gradas arriba y gradas abajo. “¿Qué dijiste?”, me encaró de mal modo el tal Alberto, desde el escalón inferior al mío. Lo miré. A fin de cuentas yo estaba ahí por su culpa: ¿no estaba en ese antro en un intento desesperado por evitar su salida nocturna con Merceditas? El maldito no sólo iba a salir con ella: después de lo de hoy tendría el camino definitivamente libre de obstáculos. Sin pensarlo dos veces le mandé un directo a la mandíbula. El muy zopenco cayó hacia atrás organizando una pequeña avalancha en los tres o cuatro escalones subsiguientes.
Mi vida pendía de un hilo: no sólo acababa de deschavarme delante de cinco mil enemigos. Acababa también de surtirle una linda piña a un socio querido y respetado de la institución. Sin pensarlo dos veces, tomé la decisión que finalmente y pese a todo terminó salvándome la vida. Salí disparado escalones abajo, aprovechando el claro dejado por mi contrincante semidesvanecido. Llegué al alambrado y me prendí con ambas manos como si fueran tenazas. Ya detrás mío distinguía con claridad los primeros “atájenlo que es de la contra”, “párenlo que es un vendido”, “vení que te reviento la jeta a patadas”. Con los mocasines me costó enganchar los pies en los rombos del alambre. Encima no faltaban los comedidos que sin saber muy bien del asunto igual trataban de atajarme por la ropa. Perdí el sombrero de una pedrada. Los anteojos se me cayeron forcejeando con un viejito sin dientes que no me soltaba la pierna derecha. Gracias a Dios, en esa época el alambrado era más bajo. Me pinché hasta el alma cuando llegué a la cúspide. Me arqueé hacia atrás para verla por última vez en mi vida. No fue fácil, pibe. ¿Sabés lo que fue saber que estaba renunciando a ella para siempre?.
Para ese entonces ya me tiraban con serpentinas sin desenrollar. Igual me encaramé como pude en el alambrado y, en acto penitencial y al grito de “¡Sí, sí, señores, yo soy del Gallo” obsequié floridos cortes de manga a derecha e izquierda, hasta que me acertaron un cascote en plena frente, perdí el equilibrio y me fui de cabeza. Gracias al cielo, caí del lado de la cancha. Si no, estos tipos me cuelgan ya sabés de dónde.
El resto me lo contaron, porque permanecí inconsciente como cinco días. Mi vieja batió el récord de velas encendidas en la Catedral, pobrecita. Cuando abrí los ojos estaban todos. El Negro, Chuli, Tatito. Me habían cubierto con la bandera del Gallo. Primero pensé que estaba muerto y que me estaban velando; pero los muchachos me convencieron, en medio de mis lágrimas, de que estaba vivito y coleando. “La clavícula, tres costillas y cinco puntos en la zabiola -me decían-, la sacaste rebarata, Nicanor”.
Sí, pibe, como lo escuchás. Yo soy ese tipo del capote verde que se tiró desde la cabecera visitante a la cancha el día de ese clásico espantoso de los tres goles de Gatorra. Sí, capaz que lo hacés ahora y te pegan tres tiros y no contás el cuento. Yo qué sé, eran otros tiempos.
Yo era joven, y aparte no sabés. Si la hubieses visto a Mercedes... Nunca volví a conocer a otra mujer como ella. Pero, bueno, qué le vas a hacer, así es la vida. Igual sufrí como un condenado, no vayas a creer. Los muchachos me decían que no lo tomara así, que minas hay muchas pero Gallo hay uno solo, y todas esas cosas que son verdad, pero, qué querés, a mí esa piba me había pegado muy hondo, sabés. Eh, chiquilín, no te pongás triste. ¿Qué se le va a hacer? Hay cosas que podés hacer y cosas que no.
A ver, dejame fijarme un poco. Sí, por acá ya se están parando. Me rajo que quedó un caminito. Dale, pibe. Ayudame a levantarme. No, ya me tengo que ir, dale. ¿No ves que acaba de terminar el partido de reserva? Ya sé que ahora empieza el partido en serio. No flaco, en serio. Tengo que rajarme. No, pibe, ¿qué corazón, ni qué carajo? Del bobo ando hecho un poema.
Pero qué querés. Promesas son promesas. Y si me quedo capaz que no puedo contenerme y falto a mi palabra. El sábado que viene me contás. No, pibe, en serio. Tengo que irme. Permiso, permiso, gracias. Hasta el sábado.
Creéme, pibe. Te digo en serio. ¿Cómo qué promesa, pibe? “Vos jurame que nunca más gritás un gol de Morón contra Chicago. Nunca en la vida. Y yo le digo a papá que le guste o no le guste nos casamos igual”.
¡Chau, pibe!
Libro: Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol (2000).